Moraleja para los zombis urbanos
“La perfecta igualdad no existe,
sino entre los muertos” Pitágoras
Una botella de pintura aerosol rodaba por la cuneta. La ciudad estaba desolada, silente, oscura. Se habían perdido los sueños. Sus habitantes expiraron su última sonrisa aquel día en que el cielo amarilleó hasta el marrón cenizo el fin de las ilusiones. La laguna, frente a las inmensas estructuras, reflejaba sus obituarios junto al aroma a muerte y rutinas sobre las aguas enlodadas. Ya nadie conocía a nadie, tampoco los labios provocaban poesía, ni las mentes dibujaban el alma de los amantes en ese preciso instante del enamoramiento. ¿Y quién puede soñar bajo el yugo de las rutinas?
Todos enmudecieron ante la prohibición de la creatividad. Habían sido sometidos ante el poder de un cuervo que repartía limosnas y promesas a cambio de votos. Como suele suceder la masa del otorgó el triunfo, unos disidentes escaparon como cucarachas ante la inundación de las alcantarillas, otros fueron encarcelados, los más recibieron voluntariamente o a la fuerza –qué más da– medicamentos para reformarse.
Ya no se trabajaba, no se estudiaba, mucho menos se leía, solo ver el único programa de televisión permitido en la ciudad, un
reality show sobre hermosos jóvenes comiendo, durmiendo, rezando, sexo misionero de tres minutos una vez al mes, y seguir alabando la grandeza del cuervo. Todos repetían el
reality, antes de dormir beber una pastilla para el olvido y al despertar otra, orinar y defecar, desayunar y repetir, repetir, repetir. Eran zombis que siquiera buscan cerebros para alimentarse. Pena de muerte al que violara el paraíso. Total, la mayoría estaban ya muertos sin saberlo. Sin futuro un día tras otro, las horas son relativamente sinónimas de cualquier semana, los minutos equivalen en la justa medida a los meses monocromáticos.
Y de las tinieblas surgió el milagro. Sonará a comercial cristiano o libro de autoayuda barata
coelholiana, pero en efecto ocurrió. Cual revelan las crónicas encontradas en el cementerio de los libros abandonados. Todo comenzó en una esquina; y el blanco, ya comenzaba a clarear. Fue un poema, unas latas de pintura en una esquina abandonada.
Las personas, que aún no habían enterrado la esperanza, vomitaron los medicamentos, arrancaron el cable del televisor, abrieron las ventanas y comenzaron a vestir de otros colores. Otras aseguraron haber escuchado la risa de una poeta que logró escapar del manicomio, recluida allí por más de trece años por haber escrito un poema que empleaba la palabra orgasmo. Los demás salieron a comprar gafas de sol, pues no acostumbrados a los destellos sufrían de cosquillas en la córnea y descontrol urinario, pero reían. También liberaron de la cárcel a un profesor que había pintado un burro en la pared del más alto foro judicial de la ciudad, el día en que la jurisprudencia dictó la necesidad de vestir de negro, estar en casa a las siete de la noche, que solo los mayores de cincuenta y tres años podían tomar una cerveza los terceros sábados de mes, siempre y cuando sus mujeres tuvieran la menstruación.
Comenzaba a escucharse la música liberándose de los apartamentos. Dicen que cinco legisladores y el ayudante especial del alcalde se suicidaron aterrorizados; por su parte, el alcalde (que no sabía que iba a perder las siguientes elecciones, pero ya las había perdido contra una diminuta y sonriente mujer) y los otros cinco compraron una botella de ron y bajaron una porno de la Internet. Nunca los volvieron a ver. Finalmente llovió después de tres primaveras de sequía.
El amarillo resurgía contrastando con los negros edificios que se tornaban poco a poco grises, blancos, policromáticos, renacían los grafitis. Unos salieron en chancletas a la calle (había estado prohibido por indecencia); otros más, en ese instante proclamaron al hacedor de milagros. El cuervo voló hacia el norte. Ya no había marcha hacia atrás, el mural estaba terminado, los habitantes de la ciudad oscura, estaban iluminados. Sus voces rompían el silencio de los monosílabos, cantaban, protestaban, versaban, amaban, sexo largo sin límites al kama sutra. Un coro multirrítmico, multicultural, multicolor retumbaba por la ciudad.
Amaneció, el arte se había rebelado.