https://letralia.com/lecturas/2020/08/08/marejada-muertos-ana-maria-fuster-lavin/
Reseña de La Marejada de los Muertos y otras Pandemias, por
Estamos en el lugar en que se encuentra el hombre.
Estamos en el lugar en que se asesina al hombre,
en el lugar
en que los pozos más negros se sumergen en el hombre.
Estamos con el hombre
porque antes, muchísimo antes que poetas
somos hombres.
Estamos con el pueblo,
porque antes, muchísimo antes que cotorros alimentados
somos pueblo”.
Roque Dalton, “Canto a nuestra posición”
…Siempre estuvimos en cuarentena. Nos obligaron a ser como quisieron nuestros padres, maestros, curas, gobernantes, todos nos fallaron. Faltó la esencia, eso que no se ve, pero está en uno. Cada etapa fue una pandemia. En ocasiones nos autoinmunizamos, y nos rebelamos, luchamos contra el gobierno, vivimos amando a nuestra manera, rompimos las mal llamadas tradiciones por el bien de las mujeres, la equidad, los pobres, los animales. Después de protestar, regresábamos al confinamiento, y a una nueva enfermedad…
Ana María Fuster Lavín, “Lo que importa”, en La marejada de los muertos y otras pandemias.
No sabremos con certeza quién fue el primer humano que contrajo el extraño virus SARS-CoV-2, ni mucho menos cuándo sucedió. Tampoco sabremos cuándo ni cómo murió la primera persona con ese novel virus, nunca reportado ni estudiado, ni existido en los anales de la ciencia. Puedo imaginar que pudo ser un humilde placero de un kiosco en un mercado de productos agrícolas y animales en una ciudad en el interior de China. Tal vez pudo haber contagiado a una clienta que le compró sus productos, quien, a su vez, pudo luego ir a otro mercado y, de ahí, a su casa, a estar con su familia. Cómo exactamente se desató la pandemia del siglo XXI, y cómo sucedió, no lo sabremos con certeza. Realmente tampoco importa. Lo que es relevante es que esa enfermedad viral en muy poco tiempo se convirtió en una ola imparable, en un maremágnum que ha contagiado a millones de personas en toda la Tierra, y ha causado la muerte a cientos de miles, tal vez, muchas más de las que recogen las estadísticas oficiales.
Dentro del fenómeno del confinamiento masivo de las poblaciones, Fuster Lavín nos presenta las fobias exacerbadas por la crisis social.
La muerte arropó a la humanidad y literalmente detuvo durante meses nuestras actividades más elementales, confinando a decenas de millones a sus casas o habitaciones. La pandemia, efectivamente, ha sido una marejada infeliz de sufrimientos, dolores, angustias, delirios, locuras y, por supuesto, de muertos. Pero el coronavirus no ha sido la única pandemia, ni fue la marejada. Ciertamente, no lo ha sido, ni lo es. La marejada ha sido la de los muertos. Las pandemias, en realidad, han sido y son otras. A diferencia del coronavirus que ya circula entre nos, estas que se han desatado siempre han estado presentes, en nuestro propio ser, en nuestras interacciones sociales, dentro del orden social vigente y desquiciante, y como el virus, simplemente han brotado, exponiendo a la luz las peores manifestaciones de la crueldad humana.
Es en este contexto histórico social en que se desarrolla la nueva producción literaria de la escritora Ana María Fuster Lavín, La marejada de los muertos y otras pandemias (Ed. Sangrefría, 2020). Utilizando su ya característica forma del microrrelato, la escritora nos entreteje narraciones relativamente breves, en su especial estilo gótico urbano, en los que aborda temas muy familiares que van desde lo sublime al absurdo cotidiano. Dentro del fenómeno del confinamiento masivo de las poblaciones, Fuster Lavín nos presenta las fobias exacerbadas por la crisis social, y utilizando magistralmente su pluma apalabrada, aborda temas como: las alucinaciones causadas por la soledad y el aislamiento, el maltrato y la misoginia, las desigualdades sociales, la homofobia, el racismo y el consecuente abuso policiaco, y cómo todos estos aspectos crueles afectan e interactúan con cada uno de los protagonistas e interlocutores en cada uno de los relatos.
Dividido en cuatro partes, los microcuentos que, escritos en 250 palabras, actúan y se desenvuelven tal como hace el proceso de la propagación del virus. Las narraciones comienzan desde alucinaciones y pesadillas familiares y del diario vivir, trascendiendo al horror del absurdo y la violencia cotidiana, para ir luego a la enajenación psicológica y social, y posteriormente terminar en imaginería gótica ya propia de la escritora. Muchos relatos interactúan unos con otros, como capítulos de una novela. Como bien señala la propia escritora en su microcuento “250 palabras”, a modo de introducción, sus cuentos nos desatan en “vuelo libre sobre las palabras, avenidas, calles y callejones, hasta llegar al corazón del otro”, para, como bien ella expresa, “sentir sus palpitares, liberarlos de sus dolores, hacerlos reír, aterrarse, vomitar, y hasta acompañarlos en alguna fantasía furtiva”. Tal vez de eso se alimente, además, cuando góticamente nos advierte que “los escritores somos vampiros”, y nos aconseja cuidarnos de que “en cualquier momento te chupemos una historia o que al leer [el] libro [terminemos] convertido[s] en otro muerto viviente de nuestras palabras”.
Y, ciertamente, lo hace teniendo en cuenta que esas 250 palabras toman siete minutos en ser leídas. Siete minutos que pueden decidir un mundo. Fueron precisamente poco más de siete minutos los que le tomó a un desalmado policía racista matar abusivamente por asfixia con su rodilla a un hombre negro, sujetándole inmisericordemente bocabajo, simplemente porque el hombre trató de pagar una mercancía con un supuesto billete falso. Un hombre que deseaba comer perdió su vida en siete minutos por ser negro. Igualmente pierden la vida en siete minutos o menos, mujeres, transexuales, negros e inmigrantes, simplemente por ser como son.
En este libro, esas 250 palabras en siete minutos son mucho más que una introspección e intuición, como aspira la escritora.
Pero esos siete minutos (que si bien fueron ocho minutos en el caso de George Floyd, pero la escritora utiliza literariamente siete como metáfora numerológica, en sus microrrelatos de ficción histórica) en que el infortunado perdió su vida de forma vil mientras estaba inmóvil sobre el pavimento por la rodilla del blanco —vivo epítome visual de la opresión y violencia intrínseca del racismo blanco sobre las personas negras y de color— fueron filmados, y diseminados por las redes sociales, se regaron como la pólvora y, como la subsecuente conflagración, en cuestión de horas, la indignación invadió a todos los seres sensibles y conmocionó al mundo, estremeciendo al orden capitalista euro-blanco-cristiano-fascista-céntrico occidental existente, con la consecuencia de lanzar a millones de personas a protestar contra el racismo generalizado, así como el abuso, la crueldad y la sistemática violencia policial en todos los sentidos. En el proceso, en siete minutos se han revelado actitudes racistas institucionales, sistémicas y profundamente estructurales, que garantizan que un gran porcentaje de los pobres sean personas negras o de color, y que estas personas nunca asciendan ni puedan ascender en los escalafones de las jerarquías sociales establecidas y entronizadas por el capital. Esos siete minutos de tortura y asesinato filmados y transmitidos en tiempo real a una audiencia virtual de millones de seres humanos, desataron el caos y los movimientos masivos de manifestaciones sociales que, como el virus, se propagaron a todos los continentes del globo y han resquebrajado paradigmas sociales, una tras otra.
Y en este libro, esas 250 palabras en siete minutos son mucho más que una introspección e intuición, como aspira la escritora. Son relatos que nos hacen reflexionar profundamente sobre el carácter de las intenciones humanas, sobre los comportamientos y sus génesis, y cómo interactúan unos con otros. La enajenación causada por el confinamiento y el aislamiento son temas recurrentes (“sigo afuera”), pero, al igual, también lo son el amor y la solidaridad, aunque quizás puedan ser asfixiadas por la represión policiaca. Siempre queda el hálito de la esperanza, que la revolución del fuego nos aviva para persistir como acto de suprema resistencia.
Como bien dice la escritora, son 250 palabras para la denuncia. Son 250 motivos para luchar con, para y por el pueblo. Son 250 razones para ser libres, y en siete minutos para reavivar los corazones, y nuestras esperanzas. Y así, del caos, tal vez, aspirar a que la esperanza estalle en libertad y revolución.
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