Las voces en mis manos
Sofía me observa desde el final del pasillo. Según se acerca, su mirada me atraviesa, como indagando de qué estoy hecha. Luego se sienta en una esquina de mi escritorio. Mientras intento teclear, sus ojos persiguen la sombra de la otra yo silente. No me sorprendo. Esta suele aparecer cuando llevo días sin escribir. Acaricio a Sofía y ella me besa las manos. Ambas permanecemos calladas. Ese silencio pacífico de la aparente soledad nos entiende. En efecto, es terriblemente “aparente” y tranquilamente efímero.
Ya en la preadolescencia había descubierto que escribir controlaba a mi otra yo, Mariana. Caprichosa, hambrienta, rabiosa…, aquella hermanita que murió poco después de ambas haber nacido. A mi familia le aterraba que la mencionara; incluso, mi madre negaba la posibilidad de que me acordara de ella. Sin embargo, permanecíamos juntas durante todos estos años.
“¿Sofía, recuerdas el día que te traje a casa?” Ella me escucha y pasa su frente tiernamente por mi brazo. Desde el instante en que nuestras miradas se cruzaron por primera vez, supimos que estábamos destinadas a estar juntas. “Tú tan tierna, cariñosa y traviesa; yo, tan introvertida, depresiva, demasiado seria, como decía mi ex. Disfruto nuestros partidos de balompié improvisado en la sala, leerte cuentos en la noche. Me llenas de alegrías. Desgraciadamente, al mes de tu llegada, ocurrió el cataclismo.”
Así fue, un mes después, el maldito huracán, evento con el que nos arropó la oscuridad, acompañada de mi desconcentración para escribir. No iba a poder cumplir mi promesa con la editora de entregarle mi quinto libro de cuentos a final de año. Caos, miedo, incertidumbre, muerte. La isla convertida en una necrópolis y mi apartamento, en el limbo. Sí, los católicos abolieron el limbo, pero no soy religiosa ni mi apartamento un templo.
Durante el apagón, que duró demasiados meses, desaparecían cosas de la casa o reaparecían en cajas, en otros lugares. Se escuchaban llantos y susurros. “Y tú, Sofía, tan asustada, dormías bajo la cama. Recuerdo aquella madrugada, sin nada de viento, cuando explotó una ventana de la habitación. Huiste al armario y cuando llegué a ti, Mariana te observaba fijamente, con su mirada de hambre caníbal, hambre de palabras. Pude reaccionar, alcanzando un libro para leerles. Luego improvisé relatos y anécdotas imaginarias. Al amanecer, tomé la libreta sobre la que estabas recostada y escribí como poseída varios microrrelatos sobre gatos. Solo así se calmaron: tú, ella, las voces, los ruidos. Salimos del armario, mientras Mariana y las otras escribían calladas hasta desaparecer.
Mi urgencia liberadora por escribir comenzó hacia los ocho años. Cuanto más abstraída estuviese, mi habitación se llenaba más de voces que brotaban de mis manos. No era de extrañar, mis mejores confidentes siempre fueron los libros. Me enganchaba con algún escritor e intentaba leer todas sus obras. Las convertía en mis propias vivencias: amores, guerras, vampiros, aventuras, risas, muertes. Aquellos personajes, casi cincuenta años después, aun calman mis pisadas que, durante la infancia, dolían por sentirme diferente a los demás, por no ser como pretendían que fuera; peor aún, por los gritos que salían de otras habitaciones de mi hogar o de la casa de enfrente. Recuerdo cuando ese asqueroso vecino me exigió que le tocara su erección. Par de días después, en la mañana de Navidad, su esposa apareció asesinada frente a su garaje. Me topé con ella, Camila, cuando yo estrenaba los patines que me había traído Santa Clos. Quedé hipnotizada ante su cuerpo inerte, casi flotando sobre su propia sangre y sus cabellos.
Vivía rodeada de sombras y sus gritos. Salían de mi armario; en realidad, de todos los armarios. Lo que no podía entender se convertía en alimento para aquellos seres ruidosos. Con el propósito de salvarme, cerraba los ojos convirtiéndome en otros personajes, así lograba que aquel estruendoso coro del inframundo se silenciara. Sin embargo, aparecía Mariana, a veces ―desde aquella Navidad― acompañada de Camila con su aura sanguinolenta. Ambas hambrientas de mí, clavándome pequeños alfileres, exigiéndome leerles relatos que muchas veces improvisaba. Finalmente, a los trece años, comencé a escribir en libretas de la escuela, o en mis fantasiosos y aterradores diarios, que guardaba en cajitas bajo la cama y en el armario, como pequeños antídotos contra aquellas apariciones.
A mis dieciséis años ya estaba convencida de que, al escribir, resolvería el misterio de mi vida. Dejó de importarme ser extraña para los demás (vecinos, familia, compañeros escolares). Esto, en gran medida, gracias a mi abuela materna, con quien pasaba mis veranos en España, que finalmente decidí ser escritora. Ella me relataba sus historias de la infancia; de su vida durante la Guerra Civil española y la dictadura franquista, y de cómo aquellos relatos la salvaron tantas veces de la propia muerte. Cuando regresaba a mi hogar, en el Caribe, mi Santurce profundo, nos carteábamos semanalmente, enviándonos postales con pequeños cuentos y poemas que permitían alterar el desenlace de algunos recuerdos. Además, así no necesitaba escribir directamente sobre Mariana, como abuela me recomendó, sino esconderla a través de otros personajes, que al fin de cuentas la mantenían feliz habitando sus distintas vidas. También a mí, que para esa época había terminado mi primer libro de cuentos, que publiqué quince años después. Sin embargo, en el verano antes de cumplir dieciocho años, paseando por Sevilla con mi primera novia Sandra, cuatro individuos nos encapucharon y montaron en un auto. Pude liberarme arrojándome del vehículo, pero Sandra apareció muerta dos semanas después.
Aquí a mis 53 años, intento seguir escribiendo mientras observo a Sofía dormida sobre mi cama, llena de libros. En realidad, mi apartamento está repleto de cajas, libros y apariciones. Estoy demasiado cansada, pero en el armario despiertan de nuevo las voces rabiosas de Sandra, Mariana, Camila… No es la primera vez que reprochan que publique mis libros solo bajo mi nombre.
—Nosotras te ayudamos a buscar víctimas; Camila las atormenta con sus historias de terror; Sandra, las seduce con ese exquisito erotismo que a ti te hizo ganar un premio nacional. Y sin mí, no eres nadie. Todas escribimos tus cuentos, novelas y micros. Tú solo pones las manos. Nosotras apalabramos tus demonios. ¡Sin nosotras, incluso Sofía, no eres nadie!
—Mariana, cálmate, el huracán…
—Nunca estuviste preparada para liberar tu soledad… Nos usaste.
—¡Basta!
—Tuve que morir al nacer, para que vivieras. A ti te dieron todo; a mí, el olvido. Hasta mami negó haberme engendrado.
— ¡Mariana, suéltame!
Esa discusión fue lo último que recordé, al despertar junto a Sofía, abajo, en el jardín del condominio, entre los escombros arrojados por el huracán. La abracé fuerte y regresamos al apartamento.
Terminé de escribir por hoy. Sus voces ya descansan. Sofía da un aflautado maullido, desapareciendo por el pasillo. Envío el manuscrito al correo electrónico de la editora. Cierro la computadora casi de un suspiro. Nunca entendí cómo pudimos caer desde la ventana durante el huracán, habíamos estado encerradas casi todo el tiempo en el baño. Han pasado algo más de cinco años…
Me dirijo al pasillo junto a Sofía, Mariana, Camila y Sandra, mientras desvanezco, junto a sus sombras. Pronto invadiremos nuevos armarios, mientras construiremos otro rompecabezas de susurros para un próximo libro.
Ana María Fuster Lavín
Callejón de los gatos
Ed. Isla Negra, 2022
PRONTO
5 comentarios:
Me atrapa y fascina!!! Gracias por compartirlo.
Hay una parte de mi que quiere sacar sus compañeros fantasmas,como haces. Pero tengo miedo a que sean ellos los que sobrevivan, y me traguen para siempre...
Muy bien cuento!
Y, en mi modesta opinión, es el relato más cautivante, y que a modo de umbral, nos muestra a nos los lectores ese intenso e intrigante mundo del Callejón de los gatos… Callejón de los gatos promete ser otra magnífica obra de la laureada escritora, muy versada y experimentada en el género literario gótico urbano puertorriqueño. ¡Excelente!
Muy agradecida por haber leído el cuento y por sus generosas opiniones y apoyo.
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