(Ed. Isla Negra, 2005)
blog de la escritora puertorriqueña Ana María Fuster Lavin --gestión cultural, cuentos, poesía, ensayos, fragmentos de textos y vivencias desde las sombras de una ciudad silente-- “Tengo miedo de mi voz y busco mi sombra en vano. ¿Será mía aquella sombra sin cuerpo que va pasando?...” Xavier Villaurrutia
viernes, mayo 25, 2018
Recuerdos apalabrados 2... Réquiem
En 2005 la inolvidable crítica de cine y libros Ileana Cidoncha escribió sobre mi libro Réquiem
(Ed. Isla Negra, 2005)
(Ed. Isla Negra, 2005)
jueves, mayo 24, 2018
1950: La insurrección nacionalista.. recomendación del mes
1950: La insurrección nacionalista : un documental que hay que ver
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José Manuel Dávila Marichal ha escrito, producido y dirigido este estupendo documental editorializado que examina con agudeza un acontecimiento que marca nuestra historia de forma imperecedera. La insurrección fue algo que en retrospectiva nos identifica con los ideales de un grupo de valientes que querían a Puerto Rico como nación y no como colonia. Es un sentimiento loable e innato: querer que el lugar donde uno nace — aunque por puro accidente y no por selección — sea lo que enmarca la libertad personal que habita en uno. Ese deseo de libertad tiene que funcionar en los múltiples aspectos de la vida y para todos, y debe perdurar a pesar de la inequidad que resulta ser un país pequeño dominado por dos imperios a través de 526 años, y a pesar de los intentos de algunos de ser anexados al colonizador.
La historia que nos depara el guionista-director comienza con la llegada de los españoles, pero el momento histórico que conduce al grueso de lo que vemos es la llegada del ex general castrense Blanton Winship como gobernador de la isla. Nombrado por FDR para sustituir a Robert Gore, uno de los peores que recibimos del norte, llegó prejuiciado con la idea de que se fomentaban actos rebeldes y terroristas por las uniones y los insatisfechos. Maltrechos por la insurrección en las Filipinas, en la que iba perdiendo, Washington envió también al coronel E. Francis Riggs como jefe de la policía y castigador de quien “se pasara de la línea”. Este fue ultimado por Hiram Rosado y Elías Beauchamp, dos jóvenes nacionalistas partidarios de Pedro Albizu Campos, quienes fueron arrestados y asesinados por la policía. Poco después, sucedió la Masacre de Ponce, instigada por Winship, quien atribuyó los asesinatos a los nacionalistas, que marcharon en ella sin armas (no tenían para llevar), y a su líder, quien estaba en la cárcel federal de Atlanta por querer “derrocar por la fuerza” el gobierno de los EE.UU.
Son cosas que se deben saber, pero que no se enseñan en la escuela y que, de hecho, se ocultan o se tergiversan. Sin embargo, Dávila Marichal deja que los principales participantes de la insurrección del 1950 que aún viven nos den los detalles y sus pensamientos sobre los actos dirigidos por Albizu y sus colegas y que se fue fraguando desde su regreso a la isla en 1947. Además, nos presenta el atentado en la Casa Blair, residencia temporal del presidente de entonces, Harry. S. Truman, por tres arriesgados y valerosos jóvenes, cuya idea era forzar al dignatario a otorgarle la independencia a la isla.
Los testigos, una lista impresionante de hombres de arrojo (mujeres valerosas como Blanca Canales y, más tarde, Lolita Lebrón, entre otras menos conocidas, no estaban vivas cuando se filmó la cinta) están encabezados por Ricardo Díaz Díaz, Heriberto Marín, Ramón Pedroza (en testimonios grabados antes de su muerte), José Miguel Alicea, y Edmidio Marín. Incluye, además, los recuentos históricos y las opiniones del historiador Ovidio Dávila Dávila.
Díaz Díaz es un testigo sensacional: sobrio, claro de mente y expresión, simpático y sagaz, pensador profundo, y firme creyente en la libertad del país. Sus intervenciones son frecuentemente jocosas y agudas, y no son sentimentales aunque sí nostálgicas y conmovedoras. Cómo recuerda a su padre y, en particular, a su madre, doña Leónides, como la llama, es un momento que le arrancará por lo menos una lágrima al más fuerte. Nos cuenta de la voluntad férrea de su mamá y de quién era su heroína, algo que les dejaré para que descubran. Y su padre que declaró, en una de las formas más poéticas que se pueden esgrimir sobre la lucha por los ideales, que “de no haber pistolas para mí, voy almado(refiriéndose al alma)”. Un retruécano de origen netamente puertorriqueño y mucho más hermoso y sorprendentemente paródico, que “con el corazón en la mano”. Díaz Díaz no evita decir que la revuelta estuvo mal organizada, pobremente equipada, y que los líderes tomaron decisiones descabelladas y absurdas. Lo repite también uno de los Alicea que también ofrece testimonio. Es refrescante oír a miembros de un movimiento criticar lo que está o estuvo mal de su bando, y que el director del documental, que no esconde dónde está su corazón, lo incluya.
No menos admirable y espléndido es el elogiable, balanceado, pausado, justo, y hombre en contra de la violencia, Heriberto Marín. Sus anécdotas son por lo menos igual de tiernas que las de Díaz. Su descripción del reencuentro con una mujer que fue muy significativa en su vida, tienen que escucharla de su voz. Para Marín el derramamiento de sangre fue lo peor de la insurrección y se apena cuando habla de dos de los policías que murieron y que eran muy queridos en sus pueblos y por los compueblanos que lo conocían. A pesar de que los testigos enfatizan que sabían qué podía suceder, cuáles serían las consecuencias, la consciencia de Heriberto Marín le exige que repita con cierta ingenuidad tierna y digna que “no se quería matar a nadie”.
Edmidio Marín (que sepa, no es pariente de Heriberto) nos habla diáfanamente desde su cama de enfermo y nos conmueve, no por su salud sino por su lamento de que muchos que fueron a presidio no tuvieron a nadie en el momento de su excarcelación para recibirlos. Es uno de los momentos más tristes y más reveladores del documental y se permite que la queja no sea interrumpida por ningún ruido superfluo.
Los aspectos cinematográficos del documental son de altura aunque, a veces, la música para enfatizar la sensibilidad del momento es innecesaria, como acompañar la lectura de poemas con música de guitarra cuando los poemas tienen su propio ritmo y su propia música. Muy efectivo es cómo están hilvanadas las intervenciones de los testigos y las imágenes fijas que son relevantes a la narración.
La historia de Gregorio “Goyito” Hernández y su impacto es en particular sorprendente. El único sobreviviente del ataque a Fortaleza recibió 26 balazos y sobrevivió. La imagen con todos sus vendajes es una evidencia que no se puede soslayar. Cuando lo sacaron herido de debajo del automóvil en el que llegó, fue salvado de ser ultimado de una paliza por un policía que lo reconoció. También se menciona que testigos que habían sido amedrentados por la oficialidad para que declararan en contra de los acusados, dijeron la verdad cuando llegó el momento en corte. Esos gestos de parte del “enemigo” me parecen una parte indisociable de las creencias básicas sobre la amistad y la familiaridad puertorriqueñas: son inquebrantables. Es un logro sutil pero enfático del director.
No me gustó parte del epílogo del filme. El caso de Sánchez-Valle, que tiene que ver con doble exposición jurídica y que casi invariablemente se cita mal, es innecesario para afirmar que somos una colonia. Además, el público general no sabe lo que es y el caso ha sido explotado por los anexionistas para su beneficio. Basta para identificar el coloniaje con lo siguiente: ¿En que otra condición política-jurídica se condena a alguien que participa en una revuelta que persigue su libertad a cuatro cadenas perpetuas consecutivas más una condena de 86 años? Sumado a la Junta de Control Fiscal que se nos ha impuesto, eso es suficiente para probar nuestra situación.
El filme es evidencia adicional de que se pueden hacer documentales de valor que reflejen qué ha pasado en el país y cómo piensa un sector de la población y por qué. Enfatizar la libertad y que se reconozca el valor de la cultura y la historia de nuestro entorno es crucial, pero también hay que considerar que existen quienes las quieren obliterar y olvidar. Eso hay que evitarlo.
[El documental se exhibe una semana más en Fine Arts del Popular Center
No se lo pueden perder]
miércoles, mayo 16, 2018
Tertulias apalabradas en Enroscando La Tuerca 3er episodio
Enroscando La Tuerca cuenta ya con su tercer episodio en youtube, programa literario por internet dirigido, presentado y producido por los escritores puertorriqueños Max Chárriez, H Roberto Llanos y Julio A. García.
En esta edición conversan con la escritora Ana María Fuster Lavín.
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poesia gótica
lunes, mayo 14, 2018
Vayan reservando la noche el jueves 14 de junio...
en la Librería
Mágica... pronto más información por Ediciones Aguadulce
lunes, mayo 07, 2018
Cápsulas apalabras 2.5 escribir para niños y jóvenes
Respuesta a una estudiante de literatura comparada cuando vio que tanto mi novela gótica y sobre maltrato de menores Mariposas negras (Ed. Isla Negra) como mi poemario Última estación, Necrópolis (Ed. Aguadulce) sobre la muerte, la vida, los viajes de estación a estación que son las etapas de vida, van dirigidos tanto para adultos como para jóvenes.
Le contesto:
"Escribir para niños y jóvenes es recuperar lo que debemos ser, lo que aspiramos a ser, pero que en un momento la contaminación de la adultez nos comienza a cegar, como si nuestro espíritu se llenara de un humo que nos borrara el aprendizaje de la felicidad. Una felicidad que es jugar con el misterio, con lo desconocido, con lo que nos imaginamos que es o debe ser; porque aprender y ser buenos amigos, porque amar y limpiarse las rodillas después de caerse para levantarse una y otra vez es suficiente. Escribir para jóvenes en particular es escribir para adultos sin pretensiones de lo que debe ser sino solamente ser.
Escribir para jóvenes es también denunciar, pero desde el verdadero yo y la sensibilidad, en carne y hueso, en ilusiones y dolores, en pasiones reales, en imaginación sin límites, en poesía, en honestidad."
Ana María Fuster Lavín
Le contesto:
"Escribir para niños y jóvenes es recuperar lo que debemos ser, lo que aspiramos a ser, pero que en un momento la contaminación de la adultez nos comienza a cegar, como si nuestro espíritu se llenara de un humo que nos borrara el aprendizaje de la felicidad. Una felicidad que es jugar con el misterio, con lo desconocido, con lo que nos imaginamos que es o debe ser; porque aprender y ser buenos amigos, porque amar y limpiarse las rodillas después de caerse para levantarse una y otra vez es suficiente. Escribir para jóvenes en particular es escribir para adultos sin pretensiones de lo que debe ser sino solamente ser.
Escribir para jóvenes es también denunciar, pero desde el verdadero yo y la sensibilidad, en carne y hueso, en ilusiones y dolores, en pasiones reales, en imaginación sin límites, en poesía, en honestidad."
Ana María Fuster Lavín
Alberto Martínez Márquez en Casa Norberto
Sábado 26 de mayo de 2018
3:00pm
librería Casa Norberto
Plaza Las Américas
El reconocido escritor, critico literario y profesor universitario
Alberto Martínez Márquez
presenta su poemario
La lógica de los ardides
Presentación a cargo de
Linoshka Berberena
Linoshka Berberena
Los esperamos
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Alberto Mártinez Márquez
Nuestro compromiso es con las palabras y la cultura
Silencios de papel nació en el 2005 bajo el nombre de Bocetos de una ciudad silente, luego de un cambio de imagen y revisión de contenido también se rebautizó con el título actual.
Nuestro origen ha sido tanto una bitácora personal-poético-narrativo de escritora (sin pretender ser una muestra de mi obra literaria) y gestora cultural como para publicar muestras, entrevistas y publicaciones de otros escritores hispanos, en especial dirigida a Puerto Rico. Llegó a tener más de 2,300 entradas. Hemos tenido intercambios con autores del Caribe, toda las Américas continentales, Australia y Europa.
Algunas fueron borradas con el tiempo por diversas razones, unas por pedidos de editores míos y de otros autores, ya fuera para eliminar inéditos que pudieran someterse a certamen o publicación, o por esas manías de eliminar material que tenemos los artesanos de la palabra… Este ha sido, es y será un blog libre, sin fines de lucro, pero con total compromiso cultural y literario, sin excluir causas sociales.
Agradecemos a Puerto Rico Blogs haber incluido Silencios de papel en los finalistas de su certamen de blogs destacados de Puerto Rico. Gracias por el apoyo siempre y aquí seguiremos comprometidos con los libros y la cultura.
Para comunicarse conmigo pueden escribir a fusterlavin@gmail.com
domingo, mayo 06, 2018
Santurce arte y guerra. . Este miércoles el profesor Aníbal Sepúlveda en el MAC
No se lo pierdan. Aníbal Sepúlveda nos ofrece una conferencia sobre sus últimas investigaciones sobre Santurce en el marco de la exposición Santurce un libro mural.
miércoles, mayo 02, 2018
Sobreviviente, conferencia magistral de Tina Casanova
SOBREVIVIENTE
Por Tina Casanova
Conferencia Magistral Festival de la Palabra 2018
Me tomó un tiempo pensar en cómo salir del embrollo de preparar esta Conferencia Magistral. Les confieso que aún me siento intimidada por la magistralidad de la palabra y lo que con ella conlleva, pero aquí estoy y espero que les guste el tema que escogí para despachar la magistral encomienda que me han dado este gran Festival y mi querida amiga y colega escritora, Mayra Santos Febres. Esa sí que merece el magistral título. ¡Miren, y que atreverse a preparar este Festival contra viento y María!! En contra de todos los vientos cruzados que nos soplan de cada esquina. Pero aquí estamos y estaremos.
Les voy a hablar de cómo me le escapé a la vida para continuar viviendo, aunque eso de por sí suene a trabalenguas. Voy a contar un poco de mi historia, que será la historia de cada uno de los que en esta sala peinamos canas, aunque a veces disfrazadas de De’Loreal o Wella, como es mi caso. Mi historia es historia de sobrevivencia y resiliencia, esa palabra nueva en nuestro vocabulario y que María nos dejó en una de sus ráfagas de 200 millas por hora el 20 de septiembre cuando nos visitó sin ser invitada y nos volcó la vida patas arriba.
Comienzo por decirles que vengo de una familia muy acomodada. Nos acomodábamos ocho en dos camas, en una casita de madera y cartón de brea, de lomo de caballo flaco y aspecto de perro apaleado, en un monte rodeado de árboles frutales, vegetación cerrada, y sembradíos de café, todo regado de quebradas y ríos, en el fondo de la cuesta. El Barrio Frontón de Ciales. Soy de la montaña alta, cerrera como un despeñadero de agua, tenaz como el nacimiento de un río y recalcitrante como el trueno que rueda por la cumbre de un monte.
Soy sobreviviente de unos padres, pobres jibaritos analfabetos, para quienes encontrar qué tirar a la olla y evitar que alguno de nosotros seis hermanos, agarrara la anemia, la malaria, los bichillos o la tisis era lo más importante. Y para quienes leer un libro era perder el tiempo, cuando había ropa para lavar, pisos qué fregar, café qué recoger, leña y agua qué buscar y mandados qué hacer al tenducho de mi tío Francisco. Con ellos también sobreviví a la descarga diaria de cantaletas sobre cómo convertirme en una mujer de bien, ordenada, respetuosa y trabajadora. Y cuando las cantaletas no funcionaban, siempre había el recurso de la varilla de guayabo puesta al rescoldo en la azotea del techo de la cocina. La misma que dejaba un rastro de hollín en las pantorrillas. Por más restregones que le dieras con el jabón azul de lavar en la quebrada, su rastro permanecía indeleble, como lección grabada a fuego en la psiquis infantil. Difícil ignorarla.
Soy sobreviviente de la consigna de mis padres donde participar de las ayudas gubernamentales, en aquel tiempo la PRERA, luego cupones de alimento, ahora cheque del PAN era un insulto mayor y un atentado contra su dignidad de padres cabales, capaces de mantener a su familia con el esfuerzo de sus manos y el sudor de sus frentes, aunque para ello tuvieran que romperse el lomo de sol a sol. Así que luego de haber comido, el hambre persistía. Por suerte el monte ofrecía toda clase de postres naturales para llenar el hueco de la tripa medio llena.
Soy sobreviviente del machismo de dos hermanos mayores y uno menor a los que tuve que convencer con hechos contundentes que era muy capaz de liarme de igual a igual a la hora de bailar trompos, jugar a las canicas; colgarme de cabeza de las ramas más altas a las guabas, permitirles engancharme de las orejas lagartijas como si fueran aretes y zumbarme en pantaletas del peñasco más alto de las Cántaras, el Charco Largo y las Tres Choreras de los ríos Pagán y Yúnez. Donde no pude demostrarlo fue en superar la fobia que les tenía a los gusanos, toda clase de ellos, grandes, pequeños, verdes con cuernos o negros rayados. Y por supuesto de ese talón de Aquiles se aprovecharon siempre para desquitar mi insolencia, doblegar mi altanería y probar su teoría de que, por ser nena, nunca podría ser como ellos. ¡La vida de cuadritos!
Sobreviví a mi abuela, Tinita, la partera y curandera del barrio. Prohibido toser, carraspear o quejarse de algún dolor al visitarla o pasar por frente a su puerta. Podías terminar tragando un jarabe con sabor a cartón mojado, o tener que someterte a uno de sus infames purgantes de aceite de castor o vermífugo rojo. Peor aún verte sometida a un santiguo con alcanfores y ungüentos de aceites múltiples. O en la peor de las situaciones, tirarte por encima un baño caliente de plantas medicinales y meterte a sudar la calentura en su propia cama, arropada hasta el pelo con su propia frisa, olorosa a Vick Vaporub y alcoholado Superior Setenta.
Soy sobreviviente del acoso o ‘bullying’ de los chicos del salón por mi pronunciada gaguera, que ni siquiera el Chipote Chillón del Chapulín Colorado lograría remediar. Y como nunca me gustó liarme a los golpes con nadie, solo quedaba el recurso de acudir a mi hermano Aníbal cuya especialidad era repartir patadas voladoras con aquellos zapatos Sundial, remendados a la saciedad por puntadas con alambre dulce que dejaban al descubierto una ristra de puyas. Cuando tocaban espinillas le bajaban los humos al más valiente de los acosadores sin tener que acudir a sesiones con el psiquiatra.
Soy sobreviviente del ansia de leer que siempre me poseyó, de la escasez de libros en una escuelita rural donde no había biblioteca, como no fuera la Biblioteca Rodante, un enorme autobús repleto de libros que llegaba una vez al mes. Convencía a mis amigos vagonetas para quienes leer un libro era el peor de los castigos. Señalando con el dedo los lomos de aquellos que apelaban a mi interés, lograba llegar a mi casa con muchos más de los tres permitidos extraer. De más está mencionar las guaridas y escondrijos que tenía que encontrar para que mi madre no infartara al verme llegar cargada de libros, señal segura de no levantar un dedo en las tareas del hogar por días interminables.
Al graduarme de 9no grado me trasladaron a Bayamón con unos tíos para que pudiera hacer mi Superior en comercio, lo que me prepararía para una carrera corta. Las posibilidades de llegar a la universidad eran nulas, aún a pesar de mis excelentes notas. En aquellos tiempos en que no existían las becas universitarias, ni siquiera vendiendo la novilla Lucero, podría mi padre costear mi carrera, como nunca pudieron mis hermanos mayores llegar a lograrlo. Y de nuevo llego a sobrevivir en a otra familia muy acomodada. Conmigo en los umbrales de su puerta, cargando en un “shopping bag” de papel mis escasísimas pertenencias, con la cara de susto que debí presentar, el panorama para mis pobres tíos Fello y Martina se complicaba. Seríamos diez acomodados en tres camas, un plato más en la mesa, un turno más en las mañanas en el único baño de la casa y la inmensa responsabilidad de velar por la seguridad de otra muchacha, que para colmo era ajena.
En esta etapa de mi vida, la sobrevivencia tuvo visos de crisis. Lejos de mis padres, jibarita desde la raíz del pelo hasta la punta del dedo gordo del pie, tartamuda, flacucha y con más remiendos en mis faldas que comida en el plato, empujar la carreta de mis sueños fue toda una odisea.
Sobreviví a la emoción de estudiar por primera vez en una escuela que tuviera una biblioteca. La atracción era irresistible. Me escondía de las pocas amigas que había logrado hacer en la Miguel de Cervantes Saavedra en Bayamón para escurrirme entre anaqueles olorosos a tinta fresca, a carpetas de cuero y cartón, a musas peregrinas, a letras tentadoras, a historias que anhelaba conocer. ¡Era mi perdición! Me dejaba poseer y transportar al paraíso por la magia de la palabra. Sobando lomos y abriendo tapas lograban siempre dar conmigo. Tratar de decidir entre tanta maravilla cuál escoger para leer en casa, entre las burlas de ellas no era tarea fácil. Ratón de biblioteca me bautizaron por aquellos tiempos.
En esa misma etapa de mi Superior sobreviví a los sacrificios a que mi eterna pelambrera me sometía. Desde Hermanas Dávila al pueblo y luego el relevo del pueblo a Lomas Verdes, de ida y de vuelta era la ruta diaria. Los autos públicos o guaguas que debía tomar costaban en total 50 centavos ida y vuelta. Para un bolsillo en quiebra, aquello era demasiado. Uno de los tramos los caminaba a pie, para economizarme el costo de un conito de papitas fritas en el kiosko de Efigenio.
¡Cincuenta centavos al día! Costo que deberían sufragar los de mis hermanos que pudieran. Mi hermano Efraín, me enviaba envuelto en hojas de algún árbol desconocido, lo que podía, desde las selvas de Alemania donde el ejército lo había enviado en aquella terrible época de guerras que no incumbían y que nuestros jóvenes eran obligados a pelear. Mi hermana Hilda me tiraba con algo desde N.Y. donde se empleaba en fábricas de textiles. Y lo poco que podía sacarle a mi hermano Aníbal si lograba dar con él el día de cobro.
En aquellos tiempos también la sobrevivencia y la pelambrera me obligaron a aprender inglés. En la Librería Los Brothers en Bayamón, un libro en español costaba de $12.00 a $20.00, cuando el precio de un ‘’poquet book’’ en inglés $1.50. La inversión en un diccionario me abrió la puerta a infinidad de literatura y a aprender el inglés macarrónico que luego, en mi etapa de empleada de una compañía de transporte marítimo norteamericana, ayudarían a mantener mi empleo.
La sobrevivencia tuvo otros nortes al graduarme de 4to. Año, e intentar trasladarme a New York, donde vivían ya mis dos hermanas mayores. A esto, les confieso, no sobreviví. A los cuatro meses, venía chillando tenis para Puerto Rico, porque sobrevivir allí es muy diferente que sobrevivir aquí. Allí la sobrevivencia tiene sabor a miseria, a frío, a segregación, a discrimen y a otras tantas cosas que no quería darme el tiempo a descubrir. Y regresé, porque recordé aquel refrán que repetía don Rica, mi padre, ‘’mi vino es amargo, pero es mi vino’’.
Sobreviví a la felicidad de encontrar una tabla de salvación en ese mar turbulento en que mi vida batallaba por sacar la cabeza a flote, y encontrar un norte seguro. Por allí debe estar. Levanta la mano, Sigfredo, para que todo el mundo sepa que fuiste, eres y seguirás siendo el salvavidas por excelencia de esta pobre sobreviviente de tantas vidas y tantos tiempos.
Sobreviví a un parto triple sin dolor, los dolores fueron llegando paulatinamente. Porque mi tabla salvavidas era un padre soltero con tres hijos preadolescentes, quienes se convirtieron en hijos no crecidos en mi vientre, pero sí en mi corazón. Ellos me han dado dos nietos que me han elevado al honroso puesto de abuelita y del que disfruto como enana cada minuto.
Y sobreviviendo a felicidades menciono que sobreviví a diez años de ser pintora de pincel y canvas, con más ideas en la cabeza que imágenes creadas. A cuatro años de costurera donde parte de mis clientas luego me invitaban a sus salones de clase, aún sin poder superar la perplejidad ante la realidad de que su costurera les impartiría una conferencia sobre literatura e historia. Sobreviví a la final felicidad de ver un libro mío en la vitrina de una librería, cuando, ni siquiera yo misma me sentía escritora y ya la esperanza de lograr esa meta se me estaba esfumando en los recovecos de este camino de sobrevivencias que trazó para mí la mano caprichosa del destino.
Y como esta historia de sobrevivencia se sigue alargando, ya voy terminando. Sí, señores, sigo sobreviviendo. Sobreviví a un cáncer que se llevó la mitad de mi estómago y ahora enfrento otra cirugía que pretende llevarse parte de mi intestino. Al Huracán María que se llevó nuestro comedor, nuestro bosque y nuestra paz, pero que nos dejó unas enseñanzas de vida incomparables, un fogón de leña y una tabla de lavar.
Sobrevivo día a día al dolor de mi pueblo; a las inciertas rutas de nuestro futuro como sociedad; al deterioro de nuestras más profundas convicciones y nuestros más atesorados valores. Sobrevivo a la incapacidad de mi pueblo para sublevarse, para exigir respeto y hacer valer nuestro derecho de pueblo noble y trabajador.
Sobrevivo a un mundo cada vez más loco, al capitalismo asesino que mira con desdén a los que no ofrecen oportunidades de lucro, se ceba en las injusticias y se vende como prostituta a los gobiernos corruptos. Sobrevivo a ver día a día la miseria de los pueblos desplazados por las guerras que en su peregrinar solo encuentran el repudio de los países causantes de sus desgracias. Sobrevivo a la estupidez humana que nos arrastra a cometer los mismos errores por los cuales hemos pagado tantas veces tan alto precio.
Sobreviví y veo también cómo sobreviven nuestros niños a un sistema educativo dirigido a formar buenos profesionales y no buenos seres humanos donde los estudiantes entran en una sola categoría sin importar su individualidad, y que son manipulados por un sistema como quien envasa huevos en una fábrica.
Sobrevivo a la obscenidad del poder del estado que paga sueldos Cadillacs a un puñado y recorta los míseros cheques de pensiones a nuestros envejecientes. Y voy creciendo cuero de cocodrilo para que no me duelan tantas injusticias.
Sobrevivo a la esperanza de ver un cambio y me refugio en Atabeira, la madre tierra que un día abrazará mi cuerpo y me convertirá en inmortal humus para continuar dando vida a través de ella.
Y aquí termino esta historia de sobrevivencias. Creo que he sobrevivido nuevamente, a despachar una conferencia magistral a la cual pongo punto final y me despido porque debo tirarme a la calle de la vida para continuar sobreviviendo porque mi madre decía que mientras hubiera música había que continuar bailando. ¡Y si llueve, que llueva!!
Muchas gracias.
Tina Casanova
8 de abril 2018
[El Festival de la Palabra en Puerto Rico 2018
fue dedicado a la obra de la escritora Tina Casanova]
https://www.tinacasanova.com/biografia
Por Tina Casanova
Conferencia Magistral Festival de la Palabra 2018
Les voy a hablar de cómo me le escapé a la vida para continuar viviendo, aunque eso de por sí suene a trabalenguas. Voy a contar un poco de mi historia, que será la historia de cada uno de los que en esta sala peinamos canas, aunque a veces disfrazadas de De’Loreal o Wella, como es mi caso. Mi historia es historia de sobrevivencia y resiliencia, esa palabra nueva en nuestro vocabulario y que María nos dejó en una de sus ráfagas de 200 millas por hora el 20 de septiembre cuando nos visitó sin ser invitada y nos volcó la vida patas arriba.
Comienzo por decirles que vengo de una familia muy acomodada. Nos acomodábamos ocho en dos camas, en una casita de madera y cartón de brea, de lomo de caballo flaco y aspecto de perro apaleado, en un monte rodeado de árboles frutales, vegetación cerrada, y sembradíos de café, todo regado de quebradas y ríos, en el fondo de la cuesta. El Barrio Frontón de Ciales. Soy de la montaña alta, cerrera como un despeñadero de agua, tenaz como el nacimiento de un río y recalcitrante como el trueno que rueda por la cumbre de un monte.
Soy sobreviviente de unos padres, pobres jibaritos analfabetos, para quienes encontrar qué tirar a la olla y evitar que alguno de nosotros seis hermanos, agarrara la anemia, la malaria, los bichillos o la tisis era lo más importante. Y para quienes leer un libro era perder el tiempo, cuando había ropa para lavar, pisos qué fregar, café qué recoger, leña y agua qué buscar y mandados qué hacer al tenducho de mi tío Francisco. Con ellos también sobreviví a la descarga diaria de cantaletas sobre cómo convertirme en una mujer de bien, ordenada, respetuosa y trabajadora. Y cuando las cantaletas no funcionaban, siempre había el recurso de la varilla de guayabo puesta al rescoldo en la azotea del techo de la cocina. La misma que dejaba un rastro de hollín en las pantorrillas. Por más restregones que le dieras con el jabón azul de lavar en la quebrada, su rastro permanecía indeleble, como lección grabada a fuego en la psiquis infantil. Difícil ignorarla.
Soy sobreviviente de la consigna de mis padres donde participar de las ayudas gubernamentales, en aquel tiempo la PRERA, luego cupones de alimento, ahora cheque del PAN era un insulto mayor y un atentado contra su dignidad de padres cabales, capaces de mantener a su familia con el esfuerzo de sus manos y el sudor de sus frentes, aunque para ello tuvieran que romperse el lomo de sol a sol. Así que luego de haber comido, el hambre persistía. Por suerte el monte ofrecía toda clase de postres naturales para llenar el hueco de la tripa medio llena.
Soy sobreviviente del machismo de dos hermanos mayores y uno menor a los que tuve que convencer con hechos contundentes que era muy capaz de liarme de igual a igual a la hora de bailar trompos, jugar a las canicas; colgarme de cabeza de las ramas más altas a las guabas, permitirles engancharme de las orejas lagartijas como si fueran aretes y zumbarme en pantaletas del peñasco más alto de las Cántaras, el Charco Largo y las Tres Choreras de los ríos Pagán y Yúnez. Donde no pude demostrarlo fue en superar la fobia que les tenía a los gusanos, toda clase de ellos, grandes, pequeños, verdes con cuernos o negros rayados. Y por supuesto de ese talón de Aquiles se aprovecharon siempre para desquitar mi insolencia, doblegar mi altanería y probar su teoría de que, por ser nena, nunca podría ser como ellos. ¡La vida de cuadritos!
Sobreviví a mi abuela, Tinita, la partera y curandera del barrio. Prohibido toser, carraspear o quejarse de algún dolor al visitarla o pasar por frente a su puerta. Podías terminar tragando un jarabe con sabor a cartón mojado, o tener que someterte a uno de sus infames purgantes de aceite de castor o vermífugo rojo. Peor aún verte sometida a un santiguo con alcanfores y ungüentos de aceites múltiples. O en la peor de las situaciones, tirarte por encima un baño caliente de plantas medicinales y meterte a sudar la calentura en su propia cama, arropada hasta el pelo con su propia frisa, olorosa a Vick Vaporub y alcoholado Superior Setenta.
Soy sobreviviente del acoso o ‘bullying’ de los chicos del salón por mi pronunciada gaguera, que ni siquiera el Chipote Chillón del Chapulín Colorado lograría remediar. Y como nunca me gustó liarme a los golpes con nadie, solo quedaba el recurso de acudir a mi hermano Aníbal cuya especialidad era repartir patadas voladoras con aquellos zapatos Sundial, remendados a la saciedad por puntadas con alambre dulce que dejaban al descubierto una ristra de puyas. Cuando tocaban espinillas le bajaban los humos al más valiente de los acosadores sin tener que acudir a sesiones con el psiquiatra.
Soy sobreviviente del ansia de leer que siempre me poseyó, de la escasez de libros en una escuelita rural donde no había biblioteca, como no fuera la Biblioteca Rodante, un enorme autobús repleto de libros que llegaba una vez al mes. Convencía a mis amigos vagonetas para quienes leer un libro era el peor de los castigos. Señalando con el dedo los lomos de aquellos que apelaban a mi interés, lograba llegar a mi casa con muchos más de los tres permitidos extraer. De más está mencionar las guaridas y escondrijos que tenía que encontrar para que mi madre no infartara al verme llegar cargada de libros, señal segura de no levantar un dedo en las tareas del hogar por días interminables.
Al graduarme de 9no grado me trasladaron a Bayamón con unos tíos para que pudiera hacer mi Superior en comercio, lo que me prepararía para una carrera corta. Las posibilidades de llegar a la universidad eran nulas, aún a pesar de mis excelentes notas. En aquellos tiempos en que no existían las becas universitarias, ni siquiera vendiendo la novilla Lucero, podría mi padre costear mi carrera, como nunca pudieron mis hermanos mayores llegar a lograrlo. Y de nuevo llego a sobrevivir en a otra familia muy acomodada. Conmigo en los umbrales de su puerta, cargando en un “shopping bag” de papel mis escasísimas pertenencias, con la cara de susto que debí presentar, el panorama para mis pobres tíos Fello y Martina se complicaba. Seríamos diez acomodados en tres camas, un plato más en la mesa, un turno más en las mañanas en el único baño de la casa y la inmensa responsabilidad de velar por la seguridad de otra muchacha, que para colmo era ajena.
En esta etapa de mi vida, la sobrevivencia tuvo visos de crisis. Lejos de mis padres, jibarita desde la raíz del pelo hasta la punta del dedo gordo del pie, tartamuda, flacucha y con más remiendos en mis faldas que comida en el plato, empujar la carreta de mis sueños fue toda una odisea.
Sobreviví a la emoción de estudiar por primera vez en una escuela que tuviera una biblioteca. La atracción era irresistible. Me escondía de las pocas amigas que había logrado hacer en la Miguel de Cervantes Saavedra en Bayamón para escurrirme entre anaqueles olorosos a tinta fresca, a carpetas de cuero y cartón, a musas peregrinas, a letras tentadoras, a historias que anhelaba conocer. ¡Era mi perdición! Me dejaba poseer y transportar al paraíso por la magia de la palabra. Sobando lomos y abriendo tapas lograban siempre dar conmigo. Tratar de decidir entre tanta maravilla cuál escoger para leer en casa, entre las burlas de ellas no era tarea fácil. Ratón de biblioteca me bautizaron por aquellos tiempos.
En esa misma etapa de mi Superior sobreviví a los sacrificios a que mi eterna pelambrera me sometía. Desde Hermanas Dávila al pueblo y luego el relevo del pueblo a Lomas Verdes, de ida y de vuelta era la ruta diaria. Los autos públicos o guaguas que debía tomar costaban en total 50 centavos ida y vuelta. Para un bolsillo en quiebra, aquello era demasiado. Uno de los tramos los caminaba a pie, para economizarme el costo de un conito de papitas fritas en el kiosko de Efigenio.
¡Cincuenta centavos al día! Costo que deberían sufragar los de mis hermanos que pudieran. Mi hermano Efraín, me enviaba envuelto en hojas de algún árbol desconocido, lo que podía, desde las selvas de Alemania donde el ejército lo había enviado en aquella terrible época de guerras que no incumbían y que nuestros jóvenes eran obligados a pelear. Mi hermana Hilda me tiraba con algo desde N.Y. donde se empleaba en fábricas de textiles. Y lo poco que podía sacarle a mi hermano Aníbal si lograba dar con él el día de cobro.
En aquellos tiempos también la sobrevivencia y la pelambrera me obligaron a aprender inglés. En la Librería Los Brothers en Bayamón, un libro en español costaba de $12.00 a $20.00, cuando el precio de un ‘’poquet book’’ en inglés $1.50. La inversión en un diccionario me abrió la puerta a infinidad de literatura y a aprender el inglés macarrónico que luego, en mi etapa de empleada de una compañía de transporte marítimo norteamericana, ayudarían a mantener mi empleo.
La sobrevivencia tuvo otros nortes al graduarme de 4to. Año, e intentar trasladarme a New York, donde vivían ya mis dos hermanas mayores. A esto, les confieso, no sobreviví. A los cuatro meses, venía chillando tenis para Puerto Rico, porque sobrevivir allí es muy diferente que sobrevivir aquí. Allí la sobrevivencia tiene sabor a miseria, a frío, a segregación, a discrimen y a otras tantas cosas que no quería darme el tiempo a descubrir. Y regresé, porque recordé aquel refrán que repetía don Rica, mi padre, ‘’mi vino es amargo, pero es mi vino’’.
Sobreviví a la felicidad de encontrar una tabla de salvación en ese mar turbulento en que mi vida batallaba por sacar la cabeza a flote, y encontrar un norte seguro. Por allí debe estar. Levanta la mano, Sigfredo, para que todo el mundo sepa que fuiste, eres y seguirás siendo el salvavidas por excelencia de esta pobre sobreviviente de tantas vidas y tantos tiempos.
Sobreviví a un parto triple sin dolor, los dolores fueron llegando paulatinamente. Porque mi tabla salvavidas era un padre soltero con tres hijos preadolescentes, quienes se convirtieron en hijos no crecidos en mi vientre, pero sí en mi corazón. Ellos me han dado dos nietos que me han elevado al honroso puesto de abuelita y del que disfruto como enana cada minuto.
Y sobreviviendo a felicidades menciono que sobreviví a diez años de ser pintora de pincel y canvas, con más ideas en la cabeza que imágenes creadas. A cuatro años de costurera donde parte de mis clientas luego me invitaban a sus salones de clase, aún sin poder superar la perplejidad ante la realidad de que su costurera les impartiría una conferencia sobre literatura e historia. Sobreviví a la final felicidad de ver un libro mío en la vitrina de una librería, cuando, ni siquiera yo misma me sentía escritora y ya la esperanza de lograr esa meta se me estaba esfumando en los recovecos de este camino de sobrevivencias que trazó para mí la mano caprichosa del destino.
Y como esta historia de sobrevivencia se sigue alargando, ya voy terminando. Sí, señores, sigo sobreviviendo. Sobreviví a un cáncer que se llevó la mitad de mi estómago y ahora enfrento otra cirugía que pretende llevarse parte de mi intestino. Al Huracán María que se llevó nuestro comedor, nuestro bosque y nuestra paz, pero que nos dejó unas enseñanzas de vida incomparables, un fogón de leña y una tabla de lavar.
Sobrevivo día a día al dolor de mi pueblo; a las inciertas rutas de nuestro futuro como sociedad; al deterioro de nuestras más profundas convicciones y nuestros más atesorados valores. Sobrevivo a la incapacidad de mi pueblo para sublevarse, para exigir respeto y hacer valer nuestro derecho de pueblo noble y trabajador.
Sobrevivo a un mundo cada vez más loco, al capitalismo asesino que mira con desdén a los que no ofrecen oportunidades de lucro, se ceba en las injusticias y se vende como prostituta a los gobiernos corruptos. Sobrevivo a ver día a día la miseria de los pueblos desplazados por las guerras que en su peregrinar solo encuentran el repudio de los países causantes de sus desgracias. Sobrevivo a la estupidez humana que nos arrastra a cometer los mismos errores por los cuales hemos pagado tantas veces tan alto precio.
Sobreviví y veo también cómo sobreviven nuestros niños a un sistema educativo dirigido a formar buenos profesionales y no buenos seres humanos donde los estudiantes entran en una sola categoría sin importar su individualidad, y que son manipulados por un sistema como quien envasa huevos en una fábrica.
Sobrevivo a la obscenidad del poder del estado que paga sueldos Cadillacs a un puñado y recorta los míseros cheques de pensiones a nuestros envejecientes. Y voy creciendo cuero de cocodrilo para que no me duelan tantas injusticias.
Sobrevivo a la esperanza de ver un cambio y me refugio en Atabeira, la madre tierra que un día abrazará mi cuerpo y me convertirá en inmortal humus para continuar dando vida a través de ella.
Y aquí termino esta historia de sobrevivencias. Creo que he sobrevivido nuevamente, a despachar una conferencia magistral a la cual pongo punto final y me despido porque debo tirarme a la calle de la vida para continuar sobreviviendo porque mi madre decía que mientras hubiera música había que continuar bailando. ¡Y si llueve, que llueva!!
Muchas gracias.
Tina Casanova
8 de abril 2018
[El Festival de la Palabra en Puerto Rico 2018
fue dedicado a la obra de la escritora Tina Casanova]
https://www.tinacasanova.com/biografia
Nuevo capítulo de Enroscando
Regresa la editorial La Tuerca con un nuevo episodio de Enroscando… entrevistas a escritores y reseñas de libros a cargo de Máx Chárriez,Julio A. García y H. Roberto Llanos. En esta ocasión entrevistan al autor Grimaldi Oyola.
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