Por Tina Casanova
Conferencia Magistral Festival de la Palabra 2018
Les voy a hablar de cómo me le escapé a la vida para continuar viviendo, aunque eso de por sí suene a trabalenguas. Voy a contar un poco de mi historia, que será la historia de cada uno de los que en esta sala peinamos canas, aunque a veces disfrazadas de De’Loreal o Wella, como es mi caso. Mi historia es historia de sobrevivencia y resiliencia, esa palabra nueva en nuestro vocabulario y que María nos dejó en una de sus ráfagas de 200 millas por hora el 20 de septiembre cuando nos visitó sin ser invitada y nos volcó la vida patas arriba.
Comienzo por decirles que vengo de una familia muy acomodada. Nos acomodábamos ocho en dos camas, en una casita de madera y cartón de brea, de lomo de caballo flaco y aspecto de perro apaleado, en un monte rodeado de árboles frutales, vegetación cerrada, y sembradíos de café, todo regado de quebradas y ríos, en el fondo de la cuesta. El Barrio Frontón de Ciales. Soy de la montaña alta, cerrera como un despeñadero de agua, tenaz como el nacimiento de un río y recalcitrante como el trueno que rueda por la cumbre de un monte.
Soy sobreviviente de unos padres, pobres jibaritos analfabetos, para quienes encontrar qué tirar a la olla y evitar que alguno de nosotros seis hermanos, agarrara la anemia, la malaria, los bichillos o la tisis era lo más importante. Y para quienes leer un libro era perder el tiempo, cuando había ropa para lavar, pisos qué fregar, café qué recoger, leña y agua qué buscar y mandados qué hacer al tenducho de mi tío Francisco. Con ellos también sobreviví a la descarga diaria de cantaletas sobre cómo convertirme en una mujer de bien, ordenada, respetuosa y trabajadora. Y cuando las cantaletas no funcionaban, siempre había el recurso de la varilla de guayabo puesta al rescoldo en la azotea del techo de la cocina. La misma que dejaba un rastro de hollín en las pantorrillas. Por más restregones que le dieras con el jabón azul de lavar en la quebrada, su rastro permanecía indeleble, como lección grabada a fuego en la psiquis infantil. Difícil ignorarla.
Soy sobreviviente de la consigna de mis padres donde participar de las ayudas gubernamentales, en aquel tiempo la PRERA, luego cupones de alimento, ahora cheque del PAN era un insulto mayor y un atentado contra su dignidad de padres cabales, capaces de mantener a su familia con el esfuerzo de sus manos y el sudor de sus frentes, aunque para ello tuvieran que romperse el lomo de sol a sol. Así que luego de haber comido, el hambre persistía. Por suerte el monte ofrecía toda clase de postres naturales para llenar el hueco de la tripa medio llena.
Soy sobreviviente del machismo de dos hermanos mayores y uno menor a los que tuve que convencer con hechos contundentes que era muy capaz de liarme de igual a igual a la hora de bailar trompos, jugar a las canicas; colgarme de cabeza de las ramas más altas a las guabas, permitirles engancharme de las orejas lagartijas como si fueran aretes y zumbarme en pantaletas del peñasco más alto de las Cántaras, el Charco Largo y las Tres Choreras de los ríos Pagán y Yúnez. Donde no pude demostrarlo fue en superar la fobia que les tenía a los gusanos, toda clase de ellos, grandes, pequeños, verdes con cuernos o negros rayados. Y por supuesto de ese talón de Aquiles se aprovecharon siempre para desquitar mi insolencia, doblegar mi altanería y probar su teoría de que, por ser nena, nunca podría ser como ellos. ¡La vida de cuadritos!
Sobreviví a mi abuela, Tinita, la partera y curandera del barrio. Prohibido toser, carraspear o quejarse de algún dolor al visitarla o pasar por frente a su puerta. Podías terminar tragando un jarabe con sabor a cartón mojado, o tener que someterte a uno de sus infames purgantes de aceite de castor o vermífugo rojo. Peor aún verte sometida a un santiguo con alcanfores y ungüentos de aceites múltiples. O en la peor de las situaciones, tirarte por encima un baño caliente de plantas medicinales y meterte a sudar la calentura en su propia cama, arropada hasta el pelo con su propia frisa, olorosa a Vick Vaporub y alcoholado Superior Setenta.
Soy sobreviviente del acoso o ‘bullying’ de los chicos del salón por mi pronunciada gaguera, que ni siquiera el Chipote Chillón del Chapulín Colorado lograría remediar. Y como nunca me gustó liarme a los golpes con nadie, solo quedaba el recurso de acudir a mi hermano Aníbal cuya especialidad era repartir patadas voladoras con aquellos zapatos Sundial, remendados a la saciedad por puntadas con alambre dulce que dejaban al descubierto una ristra de puyas. Cuando tocaban espinillas le bajaban los humos al más valiente de los acosadores sin tener que acudir a sesiones con el psiquiatra.
Soy sobreviviente del ansia de leer que siempre me poseyó, de la escasez de libros en una escuelita rural donde no había biblioteca, como no fuera la Biblioteca Rodante, un enorme autobús repleto de libros que llegaba una vez al mes. Convencía a mis amigos vagonetas para quienes leer un libro era el peor de los castigos. Señalando con el dedo los lomos de aquellos que apelaban a mi interés, lograba llegar a mi casa con muchos más de los tres permitidos extraer. De más está mencionar las guaridas y escondrijos que tenía que encontrar para que mi madre no infartara al verme llegar cargada de libros, señal segura de no levantar un dedo en las tareas del hogar por días interminables.
Al graduarme de 9no grado me trasladaron a Bayamón con unos tíos para que pudiera hacer mi Superior en comercio, lo que me prepararía para una carrera corta. Las posibilidades de llegar a la universidad eran nulas, aún a pesar de mis excelentes notas. En aquellos tiempos en que no existían las becas universitarias, ni siquiera vendiendo la novilla Lucero, podría mi padre costear mi carrera, como nunca pudieron mis hermanos mayores llegar a lograrlo. Y de nuevo llego a sobrevivir en a otra familia muy acomodada. Conmigo en los umbrales de su puerta, cargando en un “shopping bag” de papel mis escasísimas pertenencias, con la cara de susto que debí presentar, el panorama para mis pobres tíos Fello y Martina se complicaba. Seríamos diez acomodados en tres camas, un plato más en la mesa, un turno más en las mañanas en el único baño de la casa y la inmensa responsabilidad de velar por la seguridad de otra muchacha, que para colmo era ajena.
En esta etapa de mi vida, la sobrevivencia tuvo visos de crisis. Lejos de mis padres, jibarita desde la raíz del pelo hasta la punta del dedo gordo del pie, tartamuda, flacucha y con más remiendos en mis faldas que comida en el plato, empujar la carreta de mis sueños fue toda una odisea.
Sobreviví a la emoción de estudiar por primera vez en una escuela que tuviera una biblioteca. La atracción era irresistible. Me escondía de las pocas amigas que había logrado hacer en la Miguel de Cervantes Saavedra en Bayamón para escurrirme entre anaqueles olorosos a tinta fresca, a carpetas de cuero y cartón, a musas peregrinas, a letras tentadoras, a historias que anhelaba conocer. ¡Era mi perdición! Me dejaba poseer y transportar al paraíso por la magia de la palabra. Sobando lomos y abriendo tapas lograban siempre dar conmigo. Tratar de decidir entre tanta maravilla cuál escoger para leer en casa, entre las burlas de ellas no era tarea fácil. Ratón de biblioteca me bautizaron por aquellos tiempos.
En esa misma etapa de mi Superior sobreviví a los sacrificios a que mi eterna pelambrera me sometía. Desde Hermanas Dávila al pueblo y luego el relevo del pueblo a Lomas Verdes, de ida y de vuelta era la ruta diaria. Los autos públicos o guaguas que debía tomar costaban en total 50 centavos ida y vuelta. Para un bolsillo en quiebra, aquello era demasiado. Uno de los tramos los caminaba a pie, para economizarme el costo de un conito de papitas fritas en el kiosko de Efigenio.
¡Cincuenta centavos al día! Costo que deberían sufragar los de mis hermanos que pudieran. Mi hermano Efraín, me enviaba envuelto en hojas de algún árbol desconocido, lo que podía, desde las selvas de Alemania donde el ejército lo había enviado en aquella terrible época de guerras que no incumbían y que nuestros jóvenes eran obligados a pelear. Mi hermana Hilda me tiraba con algo desde N.Y. donde se empleaba en fábricas de textiles. Y lo poco que podía sacarle a mi hermano Aníbal si lograba dar con él el día de cobro.
En aquellos tiempos también la sobrevivencia y la pelambrera me obligaron a aprender inglés. En la Librería Los Brothers en Bayamón, un libro en español costaba de $12.00 a $20.00, cuando el precio de un ‘’poquet book’’ en inglés $1.50. La inversión en un diccionario me abrió la puerta a infinidad de literatura y a aprender el inglés macarrónico que luego, en mi etapa de empleada de una compañía de transporte marítimo norteamericana, ayudarían a mantener mi empleo.
La sobrevivencia tuvo otros nortes al graduarme de 4to. Año, e intentar trasladarme a New York, donde vivían ya mis dos hermanas mayores. A esto, les confieso, no sobreviví. A los cuatro meses, venía chillando tenis para Puerto Rico, porque sobrevivir allí es muy diferente que sobrevivir aquí. Allí la sobrevivencia tiene sabor a miseria, a frío, a segregación, a discrimen y a otras tantas cosas que no quería darme el tiempo a descubrir. Y regresé, porque recordé aquel refrán que repetía don Rica, mi padre, ‘’mi vino es amargo, pero es mi vino’’.
Sobreviví a la felicidad de encontrar una tabla de salvación en ese mar turbulento en que mi vida batallaba por sacar la cabeza a flote, y encontrar un norte seguro. Por allí debe estar. Levanta la mano, Sigfredo, para que todo el mundo sepa que fuiste, eres y seguirás siendo el salvavidas por excelencia de esta pobre sobreviviente de tantas vidas y tantos tiempos.
Sobreviví a un parto triple sin dolor, los dolores fueron llegando paulatinamente. Porque mi tabla salvavidas era un padre soltero con tres hijos preadolescentes, quienes se convirtieron en hijos no crecidos en mi vientre, pero sí en mi corazón. Ellos me han dado dos nietos que me han elevado al honroso puesto de abuelita y del que disfruto como enana cada minuto.
Y sobreviviendo a felicidades menciono que sobreviví a diez años de ser pintora de pincel y canvas, con más ideas en la cabeza que imágenes creadas. A cuatro años de costurera donde parte de mis clientas luego me invitaban a sus salones de clase, aún sin poder superar la perplejidad ante la realidad de que su costurera les impartiría una conferencia sobre literatura e historia. Sobreviví a la final felicidad de ver un libro mío en la vitrina de una librería, cuando, ni siquiera yo misma me sentía escritora y ya la esperanza de lograr esa meta se me estaba esfumando en los recovecos de este camino de sobrevivencias que trazó para mí la mano caprichosa del destino.
Y como esta historia de sobrevivencia se sigue alargando, ya voy terminando. Sí, señores, sigo sobreviviendo. Sobreviví a un cáncer que se llevó la mitad de mi estómago y ahora enfrento otra cirugía que pretende llevarse parte de mi intestino. Al Huracán María que se llevó nuestro comedor, nuestro bosque y nuestra paz, pero que nos dejó unas enseñanzas de vida incomparables, un fogón de leña y una tabla de lavar.
Sobrevivo día a día al dolor de mi pueblo; a las inciertas rutas de nuestro futuro como sociedad; al deterioro de nuestras más profundas convicciones y nuestros más atesorados valores. Sobrevivo a la incapacidad de mi pueblo para sublevarse, para exigir respeto y hacer valer nuestro derecho de pueblo noble y trabajador.
Sobrevivo a un mundo cada vez más loco, al capitalismo asesino que mira con desdén a los que no ofrecen oportunidades de lucro, se ceba en las injusticias y se vende como prostituta a los gobiernos corruptos. Sobrevivo a ver día a día la miseria de los pueblos desplazados por las guerras que en su peregrinar solo encuentran el repudio de los países causantes de sus desgracias. Sobrevivo a la estupidez humana que nos arrastra a cometer los mismos errores por los cuales hemos pagado tantas veces tan alto precio.
Sobreviví y veo también cómo sobreviven nuestros niños a un sistema educativo dirigido a formar buenos profesionales y no buenos seres humanos donde los estudiantes entran en una sola categoría sin importar su individualidad, y que son manipulados por un sistema como quien envasa huevos en una fábrica.
Sobrevivo a la obscenidad del poder del estado que paga sueldos Cadillacs a un puñado y recorta los míseros cheques de pensiones a nuestros envejecientes. Y voy creciendo cuero de cocodrilo para que no me duelan tantas injusticias.
Sobrevivo a la esperanza de ver un cambio y me refugio en Atabeira, la madre tierra que un día abrazará mi cuerpo y me convertirá en inmortal humus para continuar dando vida a través de ella.
Y aquí termino esta historia de sobrevivencias. Creo que he sobrevivido nuevamente, a despachar una conferencia magistral a la cual pongo punto final y me despido porque debo tirarme a la calle de la vida para continuar sobreviviendo porque mi madre decía que mientras hubiera música había que continuar bailando. ¡Y si llueve, que llueva!!
Muchas gracias.
Tina Casanova
8 de abril 2018
[El Festival de la Palabra en Puerto Rico 2018
fue dedicado a la obra de la escritora Tina Casanova]
https://www.tinacasanova.com/biografia
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