viernes, marzo 31, 2023

Somos voces perdidas en el espejismo de la memoria

En el laberinto del olvido

 


Somos voces perdidas en el espejismo de la memoria, meditaba José frente al espejo del baño. Voces entrelazadas, confundidas en el calendario. Somos la llave de la despedida final. Se observa en su propia voz de adolescente enamorado y asustado. Está tan nervioso que los revolcones intestinales lo llevan más de tres veces casi corridas al inodoro. El trono, como le decía abuelo Manolo. Aún no daba crédito a su osadía: esconder aquella cartita cursi, con torpes metáforas, en el bulto de Bequi. Al principio le pareció una idea brillante, ahora estaba literalmente “cagaíto”. Por lo que, en la mañana siguiente, ideó cómo inventarse una enfermedad para evadir la escuela. El drama fue infructuoso, puesto que aun así su abuelo lo obligó a ir a clases.

― Cheíto. ¡El poema es tuyo, a que sí!

― ¿Qué poema Bequita? —le contestó José abochornado con su rostro ardientemente entomatado.

― “Niña de rizos achocolatados/risa de gatita que canta en las noches/quisiera dormir mis besos en tus labios/hasta convertirme en gato y brincar el muro junto a ti” ― le leyó Rebeca, en voz tan alta y emocionada, que todos en la cancha rieron.

 

José intentó huir abochornado entre lágrimas, pero Rebeca fue tras él, y le suplicó que volviera a la cancha. Allí frente a todos le obsequió un tímido beso en los labios. Desde ese día los llamaron “los gatitos”. Y José estaba orgulloso de ser todo un gatito enamorado.

 

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En ocasiones, a lo largo de su vida, la mente le hacía maldades pasando breves temporadas de angustiosos letargos. Aún estaba consciente de la mayoría de aquellos vaivenes; además, su hija Hortensia y el médico le explicaron, cómo progresará su enfermedad. Unos días observaba su reflejo de viejo cansado y no podía dar crédito de cómo la vida daba esos saltos desde un extremo hasta el otro: joven y viejo, el ayer y el quizá ahora. En ocasiones escuchaba a su mamá, quien había muerto en el parto de su hermanito. El niño murió años después, ya casi adolescente, por una malformación con la que había nacido, aunque en el pueblo dijeron que había sido asesinado. José solo siguió escuchando a su madre durante dos o tres meses tras su muerte y luego calló para siempre. Sin embargo, el eco de los chillidos y la voz de su hermano nunca lo abandonaron.

  José intentaba aferrarse a uno de los dos extremos de la vida, que poco a poco se distanciaban más. Todo menos caer. Por el momento. Allá abajo, en el abismo, solo habitaba el olvido. Solo tenemos que aferrarnos fuerte a alguna de esas voces que fuimos, se repetía en voz alta, hacia la puerta abierta que da a la habitación. Rebeca, has sido siempre mi eterno salvavidas. El viejo recuerda que ella había abandonado su prometedora carrera de voleibolista por él y estudió un grado asociado en enfermería, poco después de nacer la nena.

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Aquella hilera de colmillos babeantes acompañada de una respiración filosa llegó a morderle el antebrazo izquierdo y al tratar de zafarse le alcanzó la muñeca izquierda. Sintió cómo la voz de aquel grotesco preadolescente, extrañamente parecido a él, fue penetrando por sus venas hasta radicarse en su mente. José se dejó caer en la marquesina de su hogar, mientras el riachuelo de sangre bajaba hacia la acera. Al par de minutos el gato de sus vecinos se acercó y comenzó a maullar fuertemente parecido al llanto de un bebé. Fue así como un joven que pasaba en bicicleta volteó la vista y lo vio, llamando de inmediato al 911.  

Cuando Rebeca recibió la llamada del hospital se encontraba en el camerino con sus compañeras del equipo escuchando las estrategias de la entrenadora para ganar la semifinal. Además, la acaban de fichar para un equipo en Italia con un buen contrato. Le daría esa buena noticia a su marido cuando llegara a la casa, además tenía dos botellitas de cava para celebrar. La secretaria del coliseo donde se celebraba el evento, le avisó que tenía una llamada urgente en el teléfono de la oficina. De ahí salió veloz al hospital, arrojó por la ventana la carta del equipo italiano y su carrera deportiva.

 

― Cheíto, amor… ¿qué hiciste? Llegué tan pronto pude.

―  Las voces, Bequita, las voces.

―  Ven aquí, mi gatito. Abrázate a mí.

 

José permaneció unos días en el hospital; luego fue trasladado dos semanas a un sanatorio, donde le brindaron tratamiento para un diagnóstico de depresión. Los medicamentos adormecían aquellas voces y sus apariciones. Le otorgaron una tregua de sanidad, por lo que logró terminar sus estudios y graduarse de abogado. Además, se dedicó a proteger a su mujer y consentirla. Se lo merecía. Y cuando nació Hortensia, intentó ser el mejor padre.

Hay secretos en el fondo de la memoria, que no deben ser recordados. Son esos recuerdos los que el huracán de los años se encarga de volarlos lejos, pero están allí entre los escombros. Sin embargo, su esposa no le permitía que estuviera mucho tiempo solo con la nena, no fuera que tuviera uno de esos bajones depresivos o le contara sobre las voces o fuese a hacer alguna locura. Ella conocía la historia del preadolescente muerto en la casa abandonada. Aquel hermanito de Cheíto, que la familia mantenía oculto, por vergüenza. Todos en el pueblo decían que tenía la cara de un demonio, con dientes afilados y gritaba poseído. Un día apareció degollado. Beca nunca le confesó sus sospechas a José.

― ¿Me escuchas, Bequita?

―  Sí, viejo loco.

― ¿Recuerdas cómo nos decían en la escuela?

― Sí. Ven gatito, léeme uno de tus poemas, ― le gritó la anciana desde la cama, con una tos ahogada e interminable.

― Viejita, estás ardiendo.

― Me tomé un tecito de manzanilla y dos pastillitas de paracetamol—dijo con dificultad, por la tos.

― Viejita, que ya no eres enfermera, hay que buscar ayuda. ¿Qué te pasa? Respira, amor, respira suave…

 

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― Papi, soy Hortensia, me acaban de llamar del hospital. Es mami…

― Ella está aquí, dormidita.

― No, papi. Recuerda, el hospital.

― ¿Cómo así? Tu mami se jubiló del hospital hace como 15 años.

―  Intenta recordar. Ella está con COVID desde hace casi un mes. Papi, la pandemia.

― Lo que digas—José observa la cama vacía y comienza a llorar.

― Papi, tranquilo. Recuerda lo que dijo el doctor. El Alzheimer… Pero escúchame. Te busco en cuanto amanezca. Mami está bien malita. Tenemos que despedirnos.

― Lo sé, nena… no aguanto más. Mi mente es una pesadilla.

― No llores, papi. Ustedes han sido los mejores padres.

― Es que nunca te contamos, tu madre y yo. Siempre he tenido un demonio en mi mente. Y no es el alemán este.

― Ahora no… Mami ya no está respondiendo a los tratamientos. Papi, reacciona.

― Bequita me ayuda a silenciarlo. Es mi hermano, cuando murió se metió en mí.

― ¿De qué hablas? Papi, tranquilo.

― Yo fui quien lo mató. Tuve que hacerlo.

―  Mami se nos muere.

― Sin ella no hubiera podido pasar la reválida. Mañana voy a corte por primera vez.

―  Reacciona. Eso fue hace décadas.

― La buscaré tempranito. Daremos un paseo hasta la charca. Le pediré que se case conmigo.

― Papi, date un bañito. Tómate las pastillas. Te recojo en cuanto amanezca para ir al hospital.

― …no soy un niño. Me baño si quiero. Dile a abuelo, que no voy a ir a la casa abandonada. Allí vive el demonio.

― Papi, por favor. Cuenta hasta veinte, toma las pastillas y el bañito. Voy para allá, pero con el toque de queda voy a tardar un poquito más.

― Solo somos voces, unas cosechan poesía para llenar de luz los recuerdos; otras son abismos que nos jalan hacia el olvido; también somos silencios, esos me llevan a ella… Tú me entiendes Rebequita.

― Soy Hortensia...

― Que te bendiga, mijita…― José colgó el teléfono y danzando se dirigió al baño.

 

Se mira al espejo y se ve deformado. El grito que sale de este es tan estridente que el cristal se craquea. Es hora, es ho ra, esssss hoooo raaaa.  O te vaaaaaas con ella, o con mi gooo. Es hora, repite el viejo, es hora, es hora… Se echa agua en el rostro, toma sus medicamentos y cuenta hasta veinte. Se vuelve a echar agua y repite el conteo.

“Respira profundo”, “lávate la cara”, “cierra el grifo”, “cuando hagas caquita, baja la cadena”. El viejo comenzó a reír entre lágrimas, desprendiendo los papelitos con esos mensajes que había pegado su mujer en la pared del baño. Le llamaba capsulitas para la memoria.

― Ven, gatito, mañana todo va a estar bien.

Escucha la voz de la esposa desde la cama, se acuesta junto a ella. Despierta por el timbre del teléfono. Al darse cuenta de que está solo, comienza a llorar, un lastimoso llanto de bebé. Vuelve a sonar el teléfono, es Hortensia para avisarle que ya está de camino, que llegará como en media hora, pero cuando intenta responder solo gime.

― Papi, no te entiendo, no cuelgues.

José no le hizo caso. Colgó el teléfono al escuchar golpes en la puerta de entrada, con aquel ritmo particular, que usaba ella cuando eran novios, a modo de código secreto.

¡Rebeca, regresaste!    … Claro, amor, me voy contigo.

José abrió la puerta. Ella lo abrazó y se fue con ella. Ambos, convertidos nuevamente en aquellos gatitos enamorados se arrojaron al laberinto del olvido.

 


Ana María Fuster Lavín

Callejón de los gatos

(Ed. Isla Negra) 
Foto Ana Maria Fuster Lavin

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