viernes, octubre 02, 2009

Para leer un clásico Edgardo Ródriguez Juliá

02-Octubre-2009

Para leer un clásico
Edgardo Ródriguez Juliá
ESCRITOR

Para leer un clásico

Alguien decía que un clásico de la literatura es un libro que muchos reconocen por el título y que pocos han leído, o que todos leímos “hace mucho tiempo”. Thomas Mann, en “Muerte en Venecia”, nos habla de cómo Aschenbach, el protagonista de esa novela corta ejemplar, era un escritor que ya había llegado a la bienaventurada edad en que su público lector lo mismo merecía la curiosidad de niños y adolescentes que la atención suprema de los adultos.
Para parafrasear del todo y ahora extrapolar con algún riesgo —pensando también en lo que mis maestros decían sobre “El Quijote”— el escritor clásico debe ser leído por niños y adolescentes, provoca en los adultos nada menos que el reconocimiento de cierta sabiduría, ésa que tenemos como propia y aquélla que nos sorprende por ajena.

Se trata de un equilibrio al fin logrado, después de toda una vida dedicada a la literatura.
Hay cierta serenidad en el escritor clásico. La prosa es concebida por el escritor, disfrutada por el lector, como arte sin artificio; la elocuencia es sutil, sugerente, pero sin asomo de oscuridad. El escritor casi escribe como hablaría un maestro, un sabio de cejas pobladas y sonrisa bonancible.
José Luis González, uno de los autores recientemente censurados por el subsecretario del Departamento de Educación y el secretario Chardón, el gobernador Fortuño y el secretario de Estado Kenneth McClintock, es justamente uno de esos raros autores.

Fui editor, para La Editorial de la Universidad de Puerto Rico, de la reedición de su censurada “Antología personal”. Posiblemente ese libro sea uno de los mejores de José Luis González. La selección fue hecha por el propio autor, un escritor maduro, en el reconocimiento de la propia valía como escritor ya clásico para niños y adolescentes, ello así por tantos de sus cuentos antológicos, distinción que lo acompañó por décadas, mucho antes de que alcanzara los años de los homenajes, ésos que confieren distinciones sin escudriñar la extensión de las virtudes.
José Luis me decía que en Puerto Rico los homenajes son más arriesgados que el olvido. Jamás pensó en este homenaje póstumo que le hubiese provocado mucha perplejidad y quizás algo de ironía. La ironía a veces no le era dable a un hombre algo inocentón, a quien una espiritista le auguró, para júbilo del escritor, “una vejez gloriosa”.

La perplejidad vendría de haberse sabido por décadas el autor de cuentos que aparecían en antologías del cuento puertorriqueño y latinoamericano.

José Luis tuvo el privilegio de escribir en su adolescencia, en su juventud y madurez, como también camino a la vejez. “Una caja de plomo que no se podía abrir”, “La carta”, “En el fondo del caño hay un negrito”, fueron cuentos escritos por un escritor joven y lecturas obligadas en mi adolescencia. Un cuento de su madurez, “La noche que volvimos a ser gente”, es un buen ejemplo de la serenidad y elocuencia antes aludida; es un cuento que conmueve y que, a la vez, por su humor, nos dibuja en los labios una sonrisa de sabio asentimiento.

“El oído de Dios”, también incluido en esa “Antología personal” ejemplifica esa belleza en la complejidad que reconocemos en los grandes artistas y escritores camino a la muerte.
En el entierro de José Luis González —segundo lustro de los años noventa, hoy José Luis tendría sobre ochenta años— la carretera de San Lorenzo me confirmaba el clasicismo del amigo escritor.
Niños y adolescentes de las escuelas de ese pueblo portaban pancartas con los títulos de los cuentos más leídos y los libros más conocidos de José Luis. Por un momento pensé que la literatura sí importa en este país. Y también pensé en la amarga sentencia de José Luis sobre el riesgo de los homenajes puertorriqueños.

Hoy le concedo razón; máxime cuando el homenaje ha llegado revestido con la infamia de la censura. Más que la chapucería de no leer, nos entristece la tragedia de olvidar.

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