Las niñas perdidas
La noche es eterna. Doy
vueltas en la cama. Miro el despertador. Es la misma hora de ayer cuando no
podía dormir, la misma hora exacta a cuando escuché la voz de una niña
llorando. Y la misma en que Insomnio dejó de compartir mis sábanas negras. He
perdido la noción del tiempo que llevo aquí. No puedo evitarlo, regreso al
abismo secreto bajo mi cama. Según voy cayendo, puedo escuchar a la niña. Insomnio
me señala una puerta color de rosa. Entro y una lluvia de pétalos cae sobre mí,
que se va transformando en gotas de sangre según avanzo. Una silueta en el fondo,
sobre una cama, me extiende la mano. Me doy cuenta de que es una niña uno o dos
años menor que yo. No siempre fui niña. Me agacho un poco. Ella dice: “Mi amiga
está perdida, llegué buscándola y no he podido salir”. La abrazo fuerte y le
digo que la voy a ayudar. Según la abrazo, nuestros cuerpos crecen, los senos
se agrandan, los suyos contra los míos. La miro a los ojos, me resultan
conocidos. Me besa y la beso. No puedo evitar reconocerme en su propia piel,
sus curvas, sus pechos. Nos tocamos de la misma forma, nos besamos los sexos —lo
recuerdo—, ahora duros como el delirio del vértigo; sus gemidos acompasados con
los míos son un coro de espirales hasta venirnos en nuestras bocas. Poco a poco,
nos fundimos en un mismo cuerpo, perdiendo los rizos del pubis, las curvas; los
senos se vuelven de nuevo pequeñitos. Escucho distintas voces en la sangre, en
mi vientre. Estoy —estamos— sola bajo una lluvia de pétalos y sangre. Soy, somos,
las niñas perdidas que se buscan hasta encontrarse. Es la misma hora que la
otra noche cuando escuché su voz, nuestras voces. Insomnio cierra la puerta
bajo mi cama. Doy vueltas entre las sábanas, ahora rosadas. Soy nosotras al
terminar la noche.
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