Diario
Segundo
día
Siempre
he sentido una obsesión por las voces. Desde pequeña prestaba atención a
los distintos matices, esas formas particulares de cada persona pronunciar las
oclusivas, las vocales abiertas, las entonaciones, la dicción, esas
peculiaridades de s, c, z. Imaginar los sueños de una mujer con la voz muy
aflautada o las pesadillas de un hablante pasota o agresivo. Descubrir la
personalidad oculta tras registro del habla de cualquier desconocido, era todo
un juego de agente secreta. ¿Y quién no se ha dejado llevar por una voz
profunda hasta alcanzar ese orgasmo fonético indescriptiblemente agradable? Mis
primeros recuerdos de la infancia, esos que me marcaron, son sonoros.
Supe
que iba a ser escritora escuchando a mi abuelo Manolo, con su hermosa voz de
barítono; y ante la voz fuerte y cariñosa castellana de mi abuela Hortensia,
quien recitaba sus poemas de memoria. Ella me llevó a las primeras lecturas de
poesía en el ateneo de Salamanca. Mi abuelo y sus ternuras, su pasión por el
balompié, la radio, los libros. Además de la poesía, Hortensia me contaba las
historias de su familia antes y después de la Guerra Civil, era apasionante,
triste, hermoso y realmente horroroso.
Hortensia
y Manolo se conocieron poco antes de comenzar la Guerra Civil. Él de Reynosa,
un pueblo de Cantabria, y ella de Arija, en la provincia de Burgos, ambos en
las montañas, bordeando el pantano del Ebro. Él fue con sus amigos a las
fiestas de Arija y bailó con aquella mujer con mirada de mar al atardecer. Ese
primer encuentro fue descubrir el amor. Lamentablemente la guerra los separó.
Manolo, huérfano desde la gran gripe de 1918, vivió desde preadolescente
solo con tres hermanos, porque sus padres y tres de sus hermanos murieron, al
igual que más de 300, 000 españoles (se cree que en el mundo murieron casi 100
millones). Hasta el poeta Guillaume Apollinaire, murió de esta gripe
(parecida al H1N1). Y sobreviviente a esa primera muerte, luchó contra
los fascistas, recibió en pleno ataque un balazo en el hombro por poco le
cuenta la vida, y pensaba en aquella mujer. La última muerte se lo llevo
una madrugada del 2000. Poco después de aquel baile, Hortensia tuvo que
huir una noche con lo puesto junto a su familia, porque iban a matar a su padre
comerciante, hijo de emigrantes alsacianos, por ser comunista. Era
un comerciante próspero en el pueblo, los fascistas se quedaron con su negocio.
Y ya se sabía qué le pasaría a una familia de izquierdas…
Afortunadamente, pudieron recomenzar la vida desde la nada. Ambos finalmente se
encontraron años después, comenzando la dictadura. Se casaron, tuvieron 5
hijos. Y muchas luchas, muertes del alma, muchas historias, durante
la dictadura de Franco. Mi madre es la mayor, nació en 1942. La última muerte
se llevó a mi abuela en el 2003. Nunca se enfermaba, pero una tarde el cerebro
se le derramó, buscando regresar a Manolo. Le señaló la ventana a mi tía Mariví
y se dejó llevar al silencio final.
Definitivamente
ambos me llevaron a quedar encadenada a las voces y sus palabras. Esa es
la sensación que le da el primer sentido a mi vida, cuando solo era una
adolescente terriblemente tímida, encontré la lógica a mi mente solitaria:
encadenar y liberar palabras. De eso se trata soñar-escuchar-escribir.
¿Qué será de mí cuando todas las palabras se
oculten tras este inmenso pitido?
Ana María Fuster Lavín