Ángel de las alturas
Margarita extiende los brazos
hacia el cielo. Él la observaba desde lo alto de la grúa. Ella pasa, él toca la
sirena y se saludan con las manos. Un día, se arma de valor y le pregunta su
nombre. Ángel. “Es mi ángel de las
alturas”, se dijo antes de entrar a su trabajo justo frente a la construcción.
No era religiosa, pero oró esa noche por conocerlo. Al día siguiente, compra un
ramo de margaritas y le escribe una tarjeta con su teléfono y dirección. Llega a
su destino y la construcción había concluido. “¡Mi ángel no volverá!”, grita en
medio de la avenida, tan fuerte que los carros frenan chocando unos con otros. Arroja
allí mismo las flores y se retira llorando. Le pide a Dios que le permita una
noche con aquel hombre.
Esa tarde antes de regresar a
su casa se toma par de tragos. “Pa’l carajo el amor”. Se da cuenta de que un
hombre no para de mirarla y sonreír. Ella asiente con la cabeza. Él se acerca. Eres tú, soy yo, no digas nada, pide un
deseo, dice. “Daría mi vida por una noche con mi ángel de las alturas”, piensa
ella. Está hecho, susurra él. Margarita regresa a su apartamento
algo borracha. Siente pisadas cercanas, no ve a nadie. Al llegar escucha una
voz: Tu deseo será cumplido. Una
lluvia de plumas cae sobre su cuerpo, unas manos de hombre la desnudan y, en el
piso de la sala, siente el orgasmo jamás pensado. Se siente en las alturas. Dormida,
entre pétalos y plumas, extiende las manos.
Ana María Fuster Lavín
Carnaval de Sangre
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