gracias al colega y amigo Edilberto Gonzalez Trejos
Comentario
La agonía de vivir:
Carnaval de sangre de Ana María Fuster
Mientras avanzaba la lectura de este Carnaval de sangre, sentí miedo al dolor, a esa sensación de vacío que hace que el estómago se convierta en un universo confuso. Aquí tenemos historias que, por momentos, se transforman en algunas de esas pesadillas recurrentes que interrumpen nuestras noches, y caminan con nosotros por el día. Tiene esta colección de microcuentos el poder de estremecernos, de crear un arcoíris de grises y emociones diversas: viscosas como las situaciones límites que de repente nos cambian la vida y nos hacen ser otros. A veces reta al lector para que tome el rol del protagonista de cualquiera de las fábulas. En ese momento, los sucesos ficticios pierden cualquier vestigio de otredad para parecernos cercanos e íntimos; tan cotidianos y esperados como la muerte que asecha en las esquinas de ciertas ciudades tenebrosas.
De inmediato nos percatamos del aura intensa con sabor a un existencialismo pesimista y desolador, que destilan estas líneas. Podemos extrapolar la página en blanco de Mallarme, con la pantalla de la computadora, o toparnos con los problemas de visión de Edipo, o confundirnos con las saetas que ambulan por los armarios y debajo de la cama de un insomne. Hay una búsqueda constante de aplacar las voces que se han convertido en ecos disonantes, para intentar alcanzar un anhelado silencio que pueda catapultarnos a un estado de paz.
El sentido de la vista se enseñorea sobre los demás sentidos. Parte de este trabajo se ha confeccionado sobre la presencia o la ausencia de los ojos: el saber o el no saber. Este CARNAVAL nos somete a la realidad de que la misma gota de sangre puede simbolizar vida o muerte; que el más grande de los miedos es aquel que nos enfrenta a la posibilidad del dolor y a esa sensación que sustituye el bienestar por la agonía. Con un marcado acento poético que la distancia de otros microcuentistas, y un libro integral finamente redactado y conceptualizado, Ana María Fuster nos empuja hacia una comparsa en la que las máscaras sobran y los instintos se apoderan de nuestra voluntad para hacernos esclavos de nuestra inconsciencia. Los microcuentos se entrelazan, fisgonean entre ellos adjetivos, verbos y sustantivos como hilos conectores de una ambientación siniestra. Al final emergen dos consignas: en la vida, el placer y el amor tienen fecha de caducidad, y que la peor pesadilla es perder el potencial de acuñar sueños. Este es un libro perturbador y doloroso que encierra en un castillo de sombras a los protagonistas y al lector.
Dr. Emilio del Carril
Escritor y profesor puertorriqueño
Selección de micros que pertenecen a Carnaval de Sangre
Espejos y naufragios
1
El mar besa la punta de un poema que se encontraba a la deriva. Este pare miradas como voces silentes que llueven caricias y anhelos. Allí, un arcoíris les pinta alas. Ahora vuelan al otro lado del espejo hasta liberar sus palabras hacia el mar.
2
El espejo serpenteaba náufragos y otras muertes anónimas. Llegado el amanecer, un arcoíris entró a la recámara. Las manos se convirtieron en mares. El salitre llovió dos cuerpos acompasados. Estos danzaron zigzagueantes hasta parir palabras como golpes de salitre. Ha nacido un poema en vuelo libre hacia nuevas marejadas.
3
Después de tantos días a la deriva y sin hablar, el hombre logró llegar a la orilla, pensó en su reflejo en el agua que durante la catástrofe. Ese que le dijo que le regalara la voz y lo salvaría. Esa noche volvió a conversar con la dueña de la pensión. Mientras dormía sus palabras se hicieron añicos, inundando la recámara del náufrago quien murió ahogado a falta de un espejo.
4
Mirarse al espejo y ver aquel poema sombreado en el recuerdo. El instante cuando el arcoíris señaló tierra firme a los náufragos. Ellos, los condenados por olvidar su origen, nadaron la canción de los liberados, soltaron las palabras que pudieron. Cada sílaba los acercaba a la orilla, cada letra les ofrecía una esperanza. Las gastaron todas. Sobrevivieron, mas quedaron mudos.
***
La vida de las palabras
Despierta, ven aquí, ven. Las pequeñas voces en la sangre la quemaban tanto que despertó. La vida, esta es la vida. Ella abrió los ojos. La recámara oscura contrastaba con el luminoso amanecer a través de la sucia ventana.Ven con nosotras, vive. Se levantó de la cama, tropezando con las botellas de vino vacías, bolitas de papel y libretas de anotaciones que había por todos lados. La soledad palpitaba palabras y olor a mugre. Libéranos y vive. Observó la computadora dañada por un virus. Se tapó los oídos, pero las voces de la sangre gritaban cada vez más fuerte.Libera nuestras palabras, vive. Agarró un cuchillo y se cortó las venas de ambas muñecas. Gota a gota sintió la vida de las palabras. Murió.
***
El gato negro
Lo maté... Observo por el espejo retrovisor. Allí está su cuerpito negro en la brea. Mis manos tiemblan sobre el guía. No debí acelerar en aquella curva. Fue sin querer, no lo vi. Estoy a punto de llegar al trabajo y pediré ayuda. Lo maté. Respiro profundo. A la entrada, el guardia de seguridad me pregunta si vi al gato muerto cerca en la calle: “¿Será el que siempre está por aquí dando vueltas?” Contesto seca: No sé. Sigo a mi oficina. Debo olvidar lo ocurrido. A fin de cuentas es un felino vagabundo. Recojo del piso la muñeca que me llevé hace unos meses de la pared de una casa abandonada. Lo maté. No sé cómo voy a trabajar hoy. Acomodo la muñeca en el escritorio. Me mira fijamente, me pone nerviosa, y la volteo. Entra mi secretaria y comenta: “¿Te enteraste que atropellaron al gatito?” ¿Qué gato? “Sí, aquel al le dábamos latitas de atún”. No vi nada. Doy par de vueltas en mi oficina y me vuelvo a sentar. Puñetero gato. Lo maté. Pasan las horas y pienso en el cabrón. A cuenta suya no he podido ni terminar de redactar la opinión disidente para el juez. Busco un café, miro disimuladamente la calle que bordea el edificio. Dos empleados de mantenimiento recogen al occiso. Me paso la mano por cuello y orejas y luego me la lamo. Lo maté. Al regresar a mi oficina, la muñeca está de nuevo de frente en el escritorio. Trato de teclear en la computadora, es inútil. Ella me mira a con sus ojos de cristal. Su sonrisa ahora se ha convertido en una desagradable mueca acusadora. La meto en una gaveta. Escucho un ronroneo como si saliera de mi propio pecho. Le digo a la secretaria que deje de hablar del maldito gato y trabaje. Lo maté. Ya son las seis de la tarde. Me voy a casa. Según camino, soy más pequeña. Miro al piso. La humedad de las losetas impregna mis manos. Brinco la verja del tribunal hacia la calle. Lo maté. Grito con todas mis fuerzas, ¡miau!, justo en el momento que un carro me pasa por encima.
Carnaval de Sangre--
--Ana María Fuster Lavín
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