“Entre caníbales”: consumidores
y consumidos en
“La dignidad de los muertos” de Ana María Fuster
Lavín
por Sandra M. Casanova-Vizcaíno
Revista del ICP
Tercera Serie, Número VII ICP
Noviembre 2017
págs. 196-205
págs. 196-205
Resumen
En este artículo se analiza
el cuento “La dignidad de los muertos” de Ana María Fuster Lavín, incluido en
su libro (In)somnio de 2012. Por un lado, el cuento actualiza los
conceptos del caníbal y canibalismo en Latinoamérica cuando, irónicamente,
propone al caníbal boricua como un sujeto de cambio social que, en su
canibalismo, denuncia un estado en crisis. Por otro lado, en la trama se
observa cómo el canibalismo figurado termina por deglutir a las clases
marginalizadas y excluidas del imaginario nacional. Finalmente, el cuento mismo
supone una suerte de canibalismo literario al dialogar con otros textos del canon
nacional, y al destruir el mito de la gran familia puertorriqueña y, en su
lugar, proponer una familia y sociedad rotas y desmembradas.
Introducción
De las criaturas que pueblan la ficción gótica,
el vampiro, el zombi, el fantasma, o el caníbal, éste último es, quizás, el más
siniestro: salvo su preferencia por consumir carne humana, nada en el caníbal
revela su pertenencia al mundo de lo macabro. A pesar de que, como el vampiro y
el zombi, el caníbal es un consumidor de cuerpos humanos (o partes de éstos,
como la sangre), no obstante, éste tipo de personaje gótico no oscila entre el mundo
de los vivos y el de los muertos; no es inmortal como el vampiro, ni un muerto viviente como el zombi. Pero, si al vampiro y al zombi los
distingue su particular aspecto al igual que
su comportamiento grotesco o perverso, para el
caníbal, es exclusivamente su conducta
–generalmente secreta– y no su físico, lo que
termina clasificándolo – junto con los otros
monstruos góticos– en la categoría de posthumano1. En palabras de Paul Sheehan:
“To practice cannibalism is to shear the human from itself, to cross a line to the no-longer human; the body performing this transgression is thus posthuman by default” (257). El caníbal
también es la transgresión hecha cuerpo
humano: lo que nos une a las personas –el
alimento y la necesidad de alimentarnos– es
precisamente lo que distingue al caníbal. Es, por lo tanto, una marca de exclusividad: “Cannibalism creates ambiguity because it both reduces the body to mere meat and elevates it to a highly desirable, symbolic entity”
(Brown 4).
De ese modo, en principio, quien come un cuerpo humano
también comete un acto de expulsión (al matar y eliminar los cuerpos) y de
exclusividad (al incurrir en un placer prohibido que pocos comparten). Sin
embargo, al pensar en el caníbal en el contexto caribeño y latinoamericano, es importante
considerar también su relación con la historia colonial de la región y con un pensamiento
postcolonial posterior que resignifica su imagen. Como indica Carlos A. Jáuregui:
“El
canibalismo ha sido un tropo fundamental en la definición de la identidad
cultural latinoamericana desde las primeras visiones europeas del Nuevo Mundo
como monstruoso y salvaje, hasta las narrativas y producción cultural de los
siglos XX y XXI en las que el caníbal
se ha re-definido de diversas maneras
en relación con la construcción de identidades (pos)coloniales y “posmodernas”.
“(15, cursiva del autor)
Es, entonces, a partir de todas estas nociones del caníbal
(como personaje gótico y posthumano, y en su relación con una historia local marcada
por la desigualdad y la exclusión) que me interesa hacer una lectura del cuento
“La dignidad de los muertos” de Ana María Fuster Lavín, incluido en el libro (In)somnio (2012),
el cual, según la crítica, la “consagra como una escritora del gótico caribeño”
(Torres, Web.). En el relato, primeramente, vemos cómo el canibalismo (el
literal y el metafórico) logra transgredir los conceptos de “consumidor” y
“consumido”. Así, la exclusividad del acto y la expulsión del cuerpo humano son
posibles tanto en la ingestión literal del otro, como en el dominio del sujeto social
por medio de un estado corrupto y/o ausente. Además, de acuerdo a lo que sostiene
Jáuregui, “el canibalismo siempre nombra, o se refiere a, otras cosas”
(16-17, cursiva del autor). Dentro de las posibilidades para esas “otras cosas”
están, por ejemplo, “el indio insumiso”, “una marca cartográfica del Nuevo
Mundo”, “un monstruo rebelde que maldice a su amo”, “los esclavos insurrectos”,
entre otros.
Con “La dignidad de los muertos”, Fuster Lavín actualiza esa taxonomía del
caníbal y lo propone, entonces, como el barómetro de una sociedad descompuesta.
Es decir, el cuento de Fuster Lavín nos permite irónicamente pensar al caníbal
como un sujeto marginado que, en la ingestión de los otros cuerpos de alguna
forma denuncia el dilema socioeconómico del Puerto Rico contemporáneo.
Finalmente, a nivel de la historia literaria nacional, el canibalismo –como
tropo gótico– es la expresión de otro consumo: el de una literatura que intenta
destruir los mitos fundacionales paternalistas. En lugar de una gran familia
puertorriqueña –mito unificador que define a la sociedad de la isla como
patriarcal, mayormente blanca, hispanófila y jíbara (Lloréns)– el caníbal en
“La dignidad de los muertos” supone, en cambio, una sociedad rota y monstruosa.
“Entre caníbales”
“La dignidad de los muertos” narra la historia de Francisco
Celedonio Santos, alias Pancho Quenepo, viejo pescador de Piñones, Loíza, PR. A
sus setenta y ocho años, cincuenta de los cuales los dedicó a la pesca, Pancho
rema por el río Grande de Loíza hasta adentrarse en el mangle donde “ya no
perseguía peces ni cangrejos… tampoco jueyes… En sulugar, pesca cadáveres
abandonados, que después vende a sus dolientes seres queridos” (Fuster Lavín
64-65). En cinco años, Pancho ya había recuperado cien cuerpos: ahogados, asesinados
o suicidas a los que el “barquero de la muerte”, como se le conocía entre los habitantes
de la región, les ofrece dignidad (66). Pancho Quenepo es, así, el Caronte boricua
que lleva a los muertos por el camino inverso al del mito griego: en lugar de
cruzarlos por el río Aqueronte hasta llegar al Hades, Quenepo recupera a los
muertos del infierno de las aguas donde yacen y se pudren y los regresa a la
tierra de donde partieron a reencontrarse con sus familiares para que puedan
ser enterrados.
Como en el film cubano de horror satírico, Juan de los muertos (Alejandro
Brugués, 2011), Quenepo encuentra en los muertos un sustento económico y la
satisfacción personal de ayudar al prójimo necesitado.2 También, como en la película
de Brugués, el cuento de Fuster Lavín nos muestra un lado poco visto del
Caribe. El paraíso tropical que se supone es Puerto Rico no aparece en el
cuento porque Loíza –lejos de ser el espacio turístico del Viejo San Juan,
cuyas ruinas son más nostálgicas que siniestras– es el lugar de la pobreza y la
marginalidad.
En “La dignidad de los muertos”, Loíza es el límite de un
estado ya deficiente. En sus aguas, de río y no de mar,3 el paraíso se cubre de
cadáveres y monstruos. Si el mar es el límite en la geografía isleña y su cruce
implica la partida de la patria, los otros cuerpos de agua en la ficción
puertorriqueña –la charca, el río, el caño– son apenas un desplazamiento mínimo
que, como quiera, implican la muerte, es decir, la partida definitiva. Silvina en Lacharca de Manuel Zeno
Gandía, Melodía en “En el fondo del caño hay un negrito” de René Marqués, el
hijo de Trinidad en “¡Jum!” de Luis Rafael Sánchez y todos los cadáveres en “La
dignidad de los muertos”, terminan en las aguas, a veces estancadas, de un país
afectado por una crisis económica, política y social. Y es esa misma crisis –y
la carencia de salidas laborales como una de sus manifestaciones más graves– la
que, hasta cierto punto, lleva a Pancho Quenepo a crear una nueva forma de
economía alternativa, la del “juntacadáveres”, cuya contribución no es necesariamente
al desarrollo de la economía local, sino la posibilidad de algunos de obtener
tranquilidad espiritual.
De ese modo, la recuperación de los cuerpos en el cuento de
Fuster Lavín es un servicio público que todo el barrio de Villa Cañona aprecia
ya que Pancho Quenepo “hace cosas que nadie más haría por [ellos] y con orgullo”
(Fuster Lavín 66). Sin embargo, en cierta ocasión el pescador es arrestado como
sospechoso del brutal asesinato de Lisamar Valderrama, nieta de un prominente banquero
e hija de quien se convertiría en el gobernador de la isla, también banquero de
profesión. Luego de la aparición del cuerpo –brutalmente mutilado y sodomizado–,
Quenepo “fue declarado culpable por el asesinato, mutilación, canibalismo y violación
de la menor hija del banquero, entre otros delitos como profanación de cadáveres
y lucro por actividades ilícitas” (67). Nadie en Loíza, sin embargo, creyó en su
culpabilidad, lo cual llevó a que muchos en la isla –incluidos políticos,
estudiantes, escritores y líderes sindicales– se unieran al reclamo de
liberación del pescador. La familia Valderrama, no obstante, organizó un boicot
“contra la industria de los chinchorros de Loíza” (Fuster Lavín 68).
Es decir, ante un hecho criminal, se genera una respuesta clasista
que atenta contra la supervivencia de aquellos vinculados con “lo popular”. Con
el tiempo, la presión de la población culminó en el eventual indulto de Pancho,
que como Jesús, pasa de ser pescador a héroe.Pancho representa para la
población de Loíza, y de la isla en general, una búsqueda de justicia e
igualdad para todos. Como parte de su lucha, el pescador se concentró en su
demanda para adquirir mejor vivienda y calidad de vida, petición que extendió
al gobernador Valderrama varias veces en una serie de cartas que fueron ignoradas
por completo. Su vida transcurrió de ese modo, entre cartas y pesca, hasta que
un día todos se percatan de la desaparición de Pancho Quenepo. Su posterior aparición
le da a la narración un giro inesperado:nel cuerpo sin vida del pescador
aparece junto al cuerpo de un adolescente en las mismas condiciones que el de
Lisamar: “mutilado en alguna de sus extremidades y órganos. También le faltaba
la lengua” (Fuster Lavín72). El duelo nacional, declarado por la figura paternal
del gobernador Valderrama, padre de Lisamar, pero también el padre simbólico de
todos los puertorriqueños, en cierta forma, limpia definitivamente la imagen de
Pancho Quenepo y apunta a una supuesta unidad social, sin barreras ni
distinciones de clase, una gran familia puertorriqueña que, sin embargo, se
materializa en una esfera no terrenal. De acuerdo al propio Valderrama, el
mismo que había sistemáticamente ignorado las cartas del pescador: “Ahora,
Francisco Celedonio Santos, nuestro Pancho Quenepo, cuidará de mi amada Lisamar
en lo que llega mi turno de ir a morar con el señor nuestro Dios” (73).
Sin embargo, el resultado de la autopsia de Quenepo (asfixiado con un pedazo de
lengua del
joven muerto) y una última carta encontrada por el gobernador luego de la muerte y entierro del pescador, rompe
tajantemente esa unidad
y devuelve a la población de la isla la sombra del horror caníbal, esta vez de manos del menos esperado:
“Honorable Gobernador Valderrama. Le vuelvo a escribir,
esta vez con la certeza de que no me ayudará a adquirir un hogar decente. ¿De
qué le sirve ese poder comprado? Ese que usó para mandarme a la cárcel. Espero
que en estos momentos su conciencia esté tranquila. Tanto como lo estuvo la mía
luego de matar a su hija. Su piel era más suave que la pulpa del carrucho. Su
hija era hermosa, tanto que me comí su pulpa y su lengua. Qué delicia. ¿Ahora
quién es el poderoso?” (Fuster Lavín 73)
De ser la víctima de desigualdad social, Pancho Quenepo
pasa a ser el villano gótico que devora, en este caso literalmente, a la mujer.
Sin embargo, una relectura del cuento nos confirma que no se trata de un cambio
abrupto, sino que ya desde las primeras líneas se anticipaba la práctica
caníbal del hombre. En una conversación con un vecino del barrio, Pancho le
comenta que se siente solo y que por momentos siente “hambre de tener a
alguien”. La contestación del joven es una prolepsis macabra: “Don Pancho, ni
que fuera caníbal” (Fuster Lavín 64). Igualmente, Pancho Quenepo, como suele
suceder en la ficción sobre caníbales, no sólo practica el canibalismo, sino
que también es un asesino serial y las dos muertes registradas en la trama así
lo confirman. El personaje es, entonces, doblemente macabro.
Con todo, las acciones de Pancho producen resultados
opuestos: por un lado, “la pesca” poco convencional supone la visibilización de
los cuerpos recuperados. Para Pancho era necesario remediar, de alguna forma,
la ausencia de estado inclusivo en la vida de los pobres: “hasta la muerte discrimina
con los más humildes. Los que nadie reclama. Los que nadie, siquiera el
gobierno, daría un centavo o una lágrima por ellos. Esos que son simplemente “nadies” (Fuster Lavín
70, cursiva de la autora). Es decir, el cuerpo rescatado del pobre deja de ser
un escombro o desecho más y pasa a recuperar su lugar en la sociedad (sino en
toda, al menos sí en su familia y comunidad). Por otro lado, está la
invisibilización de los cuerpos canibalizados.
En la violación, mutilación y deglución de los cuerpos, Pancho
borra la subjetividad (y el cuerpo) de las víctimas y las convierte en parte de
la estadística nacional de crímenes. Así, mientras que los pobres recuperan un
nombre (y un lugar), Lisamar –perteneciente a una clase privilegiada– se vuelve
número. Mientras que los cadáveres de los pobres recuperan la dignidad en la
muerte, Lisamar, en cambio, pierde con la muerte la dignidad –presentada
como
un lujo– que ostentaba en vida.
Sin embargo, si uno es lo que come, como suele decirse
popularmente, en la ingestión del cuerpo de Lisamar, Pancho Quenepo logra una
suerte de perversa (aunque limitadísima) forma de ascenso social. El canibalismo
-entendido éste como el epítome de la transgresión (Brown 4)- en “La dignidad
de los muertos” transgrede la aparentemente infranqueable frontera de las clases
sociales al comer a Lisamar, la mujer que pertenece a un sector exclusivo de la
sociedad. Igualmente, Quenepo, como caníbal, no sólo altera las fronteras
sociales, culturales, económicas e, incluso, gastronómicas, sino que también
transgrede la percepción misma del caníbal: como un agente de cambio social y
no como un mero monstruo destructor del ser humano. El caníbal, explica
Jennifer Brown, es un recordatorio de nuestro afán de consumo desmedido y,
además, “reminds us of our own potential inhumanity” (7). Pero la incuestionable
crueldad e inhumanidad de Pancho supone también, aun cuando de modo siniestro y
momentáneo, posicionar una clase no privilegiada y olvidada en el centro del
discurso. Es decir, Quenepo no deja de ser un monstruo-caníbal, pero sí deja de
ser un nadie.
Pancho Quenepo, así, es más un Calibán caribeño que un caníbal colonizador. Su
presencia, así, se une a una tradición de pensamiento caribeño en el cual el
personaje de Calibán es menos un caníbal monstruoso que, entre otras cosas, un
“proletario hambriento dispuesto a reclamar su comida” (Jáuregui 41).
En el cuento de Fuster Lavín, el caníbal “nombra” (Jáuregui)
una lucha de clases, representadas éstas en los personajes de Pancho y del
gobernador Valderrama. Pero tampoco se puede perder de vista que el repositorio
de esa lucha es el cuerpo de Lisamar, la mujer sin voz –y la deglución de su
lengua lo confirma– que se transforma en la víctima del villano. En el relato
de Fuster Lavín, por lo tanto, resulta problemático el concepto de género desde
el momento en que la víctima principal (sin contar el adolescente que fue
encontrado al final y cuya canibalización le cobró la vida a Quenepo) es
Lisamar, cuyo nombre ya de cierta forma signaba su destino (la muerte en el
agua).
El
relato, así, reproduce la dinámica del gótico clásico (de Ann Radcliffe o
Matthew
Lewis)
en el cual la mujer queda siempre sujeta al poder del hombre controlador, sólo que
en este caso, el control de Quenepo se limita a la violencia sobre el cuerpo de
lamujer y, ya que se trata de un desclasado, su capacidad de alterar la
estructura social de modo permanente es, en realidad, nula. Es decir, la
transgresión que logra Pancho Quenepo es de alcance limitado y de muy corta
duración. El verdadero cambio social, nos parece decir el relato, es imposible
dentro de una estructura estatal que privilegia la desigualdad.
“La dignidad de los muertos”, por lo tanto, nos coloca a los
lectores en un lugar incómodo porque en él se enfrentan dos grupos históricamente
marginados y silenciados: la mujer y el pobre. El poder del sujeto se define,
entonces, en la posesión. Lisamar Valderrama es la heredera pasiva -y no la productora-
de la riqueza de su padre. Éste, por su parte, es otro tipo de caníbal: un
consumidor de bienes propios de su exclusiva clase social y de su habitus y, además, un devorador
del otro, entendido éste como un objeto “desechable” de la sociedad “ubicad[o] más
allá de la mirada, en los confines o ‘tugurios’ de la representación y el
reconocimiento social” (Jáuregui 594). Valderrama, además, tiene el poder y la
influencia necesarios para organizar un boicot al consumo de productos de los
vendedores de Piñones y, de ese modo, aislar aún más una zona en estado
precario. En cambio, para Pancho Quenepo, se trata de la posesión del cuerpo,
literalmente. Quenepo consume el cuerpo de Lisamar, lo convierte en un objeto y
en alimento que, luego de estar preso en el interior del cuerpo masculino, será
finalmente expulsado como desecho biológico. El cuento, por lo tanto, le
adjudica el canibalismo literal –el más grotesco y monstruoso, aunque también el
más literario– al pobre, mientras que el canibalismo figurado –y también el más
próximo a la menos sangrientos.
Finalmente, si el poema de Burgos ya representaba a
principios del siglo XX una respuesta al canon literario promovido por la
Generación del 30, el cual privilegiaba a la escritura masculina, a las formas
discursivas totalizantes como la novela y el ensayo y al mito de la gran
familia puertorriqueña (Gelpí 1-6), el cuento de Fuster Lavín extrema, en el
siglo XXI, esta respuesta al canon y sus lecturas a partir de dos
procedimientos: por un lado, recurrir a un modo literario –el gótico– considerado
marginal y popular hasta ahora dentro de la narrativa latinoamericana y
caribeña; por otro, extremar las imágenes grotescas que de cierta forma ya presentaba
Burgos en “Río Grande de Loíza” y que, en
el cuento, proponen una familia y una sociedad quebradas, acaso desmembradas. De
esa manera, los excluidos de la sociedad, ya sean esclavos, mestizos o pobres,
vuelven al río, a la literatura y al imaginario nacional puertorriqueño en
forma de monstruos, consumidores y consumidos.
-------------
1
Si
bien para Sara Wasson y Emily Alder, “the term ‘posthuman’ emerged to describe
a humanity taken
beyond its original
form and subjectivity by the technologies of the post-industrial West” (12),
sigo aquí
la aclaración propuesta
por Paul Sheehan: “Covertly analogous to the techno-body is the monstrous or grotesque
body, a figure associated with mutations, plagues, viruses, and other
infectious bio-forms, made legible through somatic disfigurations … In these
instances, the posthuman is the other than human,
where otherness is defined by the principle of transformation” (245-46, cursiva
del autor). Dentro de esta
categoría, Sheehan incluye al cuerpo clonado, el caníbal, el cuerpo cibernético
y el zombi.
2 En ese sentido, difiere de la película de Brugués que presenta a
un Juan, cazador de zombis, de
forma satírica como un pícaro que busca exclusivamente el
beneficio personal para su supervivencia
en la Cuba post período especial, aun cuando esta imagen cambie
en el desenlace de la película. En
cambio, el inicio del cuento de Fuster Lavín, es mucho más
solemne y nos muestra a un personaje genuinamente interesado en el bienestar
común. De ese modo, el horror gótico en el relato de Fuster Lavín impacta más
en el lector que el horror grotesco de Juan de los muertos, que es más esperado y hasta deseado para incrementar el efecto
cómico.
3 Me refiero a la escena en la película de Brugués en la cual el
fondo del mar aparece cubierto de zombis. La imagen es posiblemente una alusión
a la travesía que hacen los balseros cubanos para llegar a las costas de
Estados Unidos.
Sandra M. Casanova-Vizcaíno
Sandra M. Casanova-Vizcaíno
Revista del ICP
Tercera Serie, Número VII ICP
Noviembre 2017
págs. 196-205
págs. 196-205
Bibliografía
Brown,
Jennifer. Cannibalism in
Literature and Film. New York:
Palgrave Macmillan, 2013.
Fuster
Lavín, Ana María. (In)somnio. San Juan, PR: Isla Negra, 2012.
Gelpí,
Juan. Literatura y paternalismo en Puerto
Rico. San Juan, PR:Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1993.
Jáuregui,
Carlos A. Canibalia: Canibalismo, calibanismo,
antropofagia cultural y consumo en América Latina. Madrid: Iberoamericana-Vervuert, 2008.
Lloréns,
Hilda. Imagining the
Great Puerto Rican Family: Framing Nation, Race, and Gender during the American
Century. Londres: Lexington Books, 2014.
Pérez
Rosario, Vanessa. Becoming Julia de Burgos: The Making of a Puerto Rican
Idol. Illinois:
University of Illinois Press, 2014.
Sheehan, Paul. “Posthuman Bodies”. The Cambridge
Companion to the Body in Literature. Edited by David Hillman and Ulrika Maude.
Cambridge University Press, 2015: 245-260.
Wasson,
Sara y Emily Alder. “Introduction”.
Nota Editorial
El número 7 de la Revista del ICP, denominado Rostros y rastros nos permite mirar de
frente y sin simulacros figuras literarias, textos, personajes, y
estereotipos de nuestra
historia desde otros lentes y posturas para descubrir una huella, quizás
antes ignorada.
En este número le volteamos el rostro a autores como Abniel Marat: “uno
de los
dramaturgos y poetas más importantes de nuestro país de las últimas décadas
del
siglo XX y principio del XXI”, dedicándole el dossier que abre la
Revista. Al revertir
lo dorsal de este expediente, puntualizamos la urgencia de acercarnos al
maravilloso
y desafiante UNI verso Marat para: “que estos escritos sirvan como estímulo
a otros
investigadores para ampliar el estudio sobre este autor y ahondar en la
pertinencia,
pluralidad y relevancia de su obra”.1
Los artículos e investigaciones que conforman el cuerpo de esta
publicación han sido
divididos en temas de historia, crítica contemporánea y literatura. Cada
escrito señala
otros rastros para revisitar acontecimientos políticos y comportamientos
históricos desde
diversidad de figuras como la mujer en su rol político, las familias
emblemáticas, los
piratas y gobernantes. Estos últimos, desarticulados desde la aproximación
poética de
uno de los textos.
En este número, los archivos históricos y las redes virtuales son parte
de los escenarios
de investigación donde se van conformando o imaginando rostros que
completen
nuestro quehacer cultural e histórico. Solo la “neoproximación” y la
hibridez de
las miradas de los colaboradores de esta ocasión nos permiten reunir a
escritores y
escritoras como Manuel Zeno Gandía, Rosario Ferré, Manuel Ramos Otero,
Hiram
Lozada, Alejandra Pagán, [Ana] María Fuster Lavín, sin dejar de apreciar
las nuevas y
agudas letras de Gaby Carle.
Dra. Doris E. Lugo Ramírez,
Editora y Coordinadora de Publicaciones seriadas, ICP
1 Palabras de Carmen Zeta, Coordinadora de “Universo Marat” coloquio
auspiciado por el Instituto
de Cultura Puertorriqueña y celebrado el 28 de mayo
de 2016, en la Librería del ICP.
“Sandra M. Casanova-Vizcaíno
Es profesora asistente de español en el Departamento de Lenguas Romances y Literatura de la Binghamton University-State University of New York. Sandra ha publicado varioensayos sobre literatura y cultura del Caribe hispánico en Estados Unidos, España y Latinoamérica. Al momento, se encuentra finalizando un manuscrito de libro titulado El gótico transmigrado: horror y misterio en la narrativa puertorriqueña del siglo XXI. Además, está c[oe]ditando el volumen Latin American Gothic que será publicado por Routledge en el 2017.”
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