El
silencio de las mariposas
Ana María Fuster Lavín
«sin respirar siquiera para que nada turbe mi muerte»
La niebla y
esta estación abandonada son mi nuevo hogar. Partió el último tren hace algunas
semanas, quizá más tiempo. Tampoco he vuelto a encontrarme con ningún otro humano.
Solo permanecemos aquí mi silueta (por llamar de alguna manera a lo que me
ocurre, pues siento que poco a poco me difumino) y conmigo, mi gato Nico.
Habitamos entre esta boira silente solo interrumpida por los zumbidos de las
voces tal vez muertas, como aquellos planetas que vemos en la noche, pero ya no
están.
No recuerdo
cuando desayuné por última vez. Solo deambulamos, observamos y dormimos. En
ocasiones escribo, mientras Nico juega con bolitas de papel y hojas, o persigue
a las palomas y mariposas que aparecen. Y nos volvemos a dormir. Cada vez tengo
más sueño. Lo que más disfruto es despertar sobresaltada por las caricias de
los bigotes de Nico o sus pequeños empujones con su frente. Sospecho que lo
hace para averiguar si aún respiro o para que despierte y lo acompañe hasta el umbral
donde todo termina. No exagero, es como si el mundo, el nuestro, finalizara en
una inmensa nada grisácea, que temo atravesar. Nico tampoco lo hace.
Cada
día esa ruta se extiende algún paso más. Según transcurren los días, aumenta la
cantidad de mariposas que, silentes, nos acompañan guiándonos el camino. De vez
en cuando, agito mis manos y observo cómo desaparecen temporalmente con cada
aleteo. Nico maúlla preocupado y detengo mi juego. Seguimos nuestra ruta hacia
la noche danzando entre las mariposas, los fantasmas (así le llamo a mis
nostalgias), las calles y la nada. Lamentablemente mis recuerdos ya no paren
sueños. Siquiera miradas, mi corazón solo palpita, cada vez más despacio, como despidiéndose
de los trocitos de mi pasado. De nuevo llegamos a la pared de nubes y mis pies
desaparecen con cada ronroneo. Para avisarme de que ya es hora de regresar al
banquito de la estación, Nico muerde sin lastimarme las pantorrillas. Según
regresamos, las mariposas negras desaparecen.
“Ya es hora
Nico, estoy cansada”. Me lame las manos y se acomoda junto a mi pecho. Siento
como va quedándose dormido. Observo cómo anochece la distancia, mientras me
entretengo escribiendo en las paredes, o en papeles arrancados de mi viejo diario,
las pocas palabras que me quedan.
Soy una isla
vacía, donde silueteo epitafios en el humo, escribo en la
última página que le queda a mi diario, cuando una melodía detiene mi torpe
apalabrar.
“Nico, ¿escuchas
a lo lejos un acordeón?” Hacía tanto tiempo que no escuchaba canciones que logro
quedarme dormida plácida y profundamente. No sé cuánto tiempo he dormido.
Al
despertar, Nico ya no estaba.
Después de esperarlo y meditar varios días, reconocí que ya no regresaría. Finalmente intento atravesar el humo donde solo habita las última despedida. Según lo atravieso el aleteo es más fuerte, tanto que mis cabellos danzan en el aire que impulsan… Una mariposa se posa sobre mi pecho. Poco a poco decenas, cientos, miles de ellas van recostándose sobre mí. Llega a mí la dulce paz eterna, mientras desaparezco en el silencio de las mariposas.
Ana María Fuster Lavín
Callejón de los gatos,
Ed. Isla Negra
2022
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