Lo que abandonamos en el fuego
«—Las quemas las hacen los hombres, chiquita.
Siempre nos quemaron. Ahora nos quemamos nosotras. Pero no nos vamos a morir:
vamos a mostrar nuestras cicatrices. »
―
No
tienes otra alternativa. Al menos eso crees. Huir con tu hermanita Nica; continuar
siendo maltratadas; prenderle fuego a casa mientras tu padre duerme. Sin embargo,
no tienes por qué elegir una sola opción. Hay otras, diversas, pero pronto
cumples dieciocho años y estás extenuada, abrumada. No te permites divagar. Ser
práctica es una guía para no caer en ti ni en él. Llevas años siendo la mamá de
Nica, a quien el padre de ambas desprecia. Llevas mucho tiempo, siendo la mujer
de la casa. Y tu espíritu no lo aguanta más. En definitiva, o lo haces ya, o morirás de
angustia o bajo su cuerpo.
Soy. Huir. Fuego.
Madre
y hermana. Estudiar, criar, limpiar, trabajar. No te quejas nunca. Siempre en
silencio. Te mantienes ocupada todo el tiempo. Así salvas tu mente, tu espíritu,
tu cuerpo. Cuidarla para ti fue sí o sí. En especial, cuando él la amarra a su
cama para que no le haga brujerías. Él insiste en que la ha visto levitar sobre
su cama y arrojarle cosas. Le respondes que son delirios por beber tanto y,
como de costumbre, te golpea. En otra ocasión aseguró que una madrugada ella había
intentado inmolarlo. Le respondes que es mentira, que reconozca que se quedó dormido
con un cigarrillo en las manos. Él jura que no había fumado esa noche. No discutes
más. ¿Recuerdas? Ese incidente ocurrió después de una de las veces que abusa de
ti y a falta de tu mamá se desfoga contigo.
―Esa niña tiene voces le hablan en la mente. Le dicen que
no me hablen. Le dicen que me haga cosas. Lo vi uno de sus dibujos en la pared.
―Papi, no hay dibujos en su pared.
―Y esas palabras… es una bruja. Quiere volverme loco.
―Esa niña se llama Nica, es inteligente y buena.
―Eso contigo, que eres mujer. También estás maldita, como
tu madre. Te lo digo ella está embrujada.
―Papá, Nica es autista, no bruja. Tú eres el salvaje. Eres
quien tiene que aprender a comunicarse con ella.
―Un día nos va a matar. Te lo advierto.
―Será a ti.
Esas últimas palabras ya te dices a ti misma. Estás muy agobiada como para seguir la discusión. Sabes que tu padre solo tiene miedo de que tu hermanita vea lo que te hace en las noches, que se lo escriba a alguien. Por eso, la encierra en las noches cuando pretende que seas su esposa muerta. Reacciona, se llama violar, se llama incesto. No aguantes más. También la encierra cuando sales a trabajar en la librería. ¿Cuánto dinero has ahorrado? De seguro te da, para… Pídele ayuda a la dueña, además, ella también te pagaba para que ayudes a sus hijos con las tareas escolares. Ella siempre te dice que puedes quedarte en su casa cuando lo necesites, hasta te dio el teléfono de Mariana, una abogada feminista, que te puede ayudar. Sonríes, tu hermana tiene un afiche de ella pegado en su pared, junto a otras personalidades. Pero, prefieres estudiar y trabajar para no pensar, para no sentir sus manos arrebatando tu adolescencia. Unas semanas más y cumplirás dieciocho años. Podrás hacerte cargo de tu hermana y así no te la quita el gobierno.
Cuerpo y alma. Fuego.
Durante
la pandemia, todo se te multiplicó. Ese doloroso silencio en la casa, las
pisadas, el hedor de tu padre y sus delirios. También su rabia y sus deseos. La
mente se te habita de todo lo que no quieres pensar, de todo lo que deseas al
otro lado de esa casa que no es hogar. La compulsión de Nica por escribir en
las paredes sigue aumentando. Había comenzado cuando tenía cuatro años, cuando
la mamá de ambas murió, también murió una parte de ti y de Nica. El encierro
también hizo que tu hermana se encerrara más en su silencio exterior. Pero a ti
te sonríe y te abraza. Te deja papelitos bajo la almohada. Recuerda el que te
dejó esta mañana:
Te quiero. Eres buena. Mi plan. Dale.
En
ese momento no entiendes qué se refiere con plan. No le das importancia. En la
mañana le preparas el desayuno y la abrazas. Ella se acerca a tu oído y por
primera vez en tiempo dice algo. También te llama por apodo que solo te decía mamá...
Cuatro largos años… La observas sorprendida, ella te hace un gesto de silencio con
el dedo en la boca. Luego regresa a su silencio inexpresivo garabateando en sus
libretas. Piensas, que sí, necesitas un plan. Uno sin marcha atrás. Meditas en demasiadas
cosas, que comienzan esa acostumbrada interferencia mental, que te frena. Recuerda
que otras veces solo tuviste dos alternativas. Así es dolorosamente más fácil. Eso
lo aprendiste poco antes cuando siquiera tenías el derecho a decidir si podías abortar
a ese posible hijo-hermano, que te devoraba constantemente los sueños y el
alma. Tu padre te preñó, aunque no quieras aceptarlo. No fue que la regla te
bajó tarde y tan fuerte que por poco te desangras. Eso fue producto de las
pastillitas que afortunadamente te consiguió la hermana mayor de una compañera
de clases. En ese momento le prometiste que lo denunciarías. No lo hiciste por
miedo a que las separaran, a ti a tu hermanita, muy pequeñita en ese momento, en
hogares de acogida.
Salvarnos. Hermanas. Amor.
Es media tarde. Tu padre aún ronca, la peste a ron rancio recorre desde su habitación hacia la tuya. Aprovechas para darles las tutorías en línea a los hijos de tu jefa. Al despertar Miras la habitación de tu padre, aparenta que solo despertó en la madrugada, comió y bebió algo y se volvió a dormir. Vas al baño y sonriente descubres que te bajó la menstruación. Te escuece un poco, aun no te has recuperado de las clamidias que él te contagió. Vas al cuarto de Nica. No está amarrada, y logras ver que tiene un hematoma en el cuello, como si fuese un chupón y tiene la camisita del pijama abierta. La revisas y ves la marca de una mordida en la espalda. Sí, fue él. Pero te callas. Ella te mira, sin expresión, pero sus ojos reflejan miedo. Ella te señala la ventana. Hay sangre en el borde. Cuando te asomas, ves a uno de sus dos gatitos, degollado en el jardín. ¿Fue él? Preguntas en voz tan baja como un zumbido. Tu hermanita asiente. Y señala la pared, donde ella ha escrito.
Silencio. Nuestros cuerpos.
Fuego. Mami sabe todo…
A
veces tomas la decisión correcta cuando no te lo propones. Buscas bajo la cama,
no ves a la otra gata. Afortunadamente en ese momento entra a la habitación y
la coges en brazos. Corres por la casa buscando cosas, papeles, llaves.
Preparas un café suave y le echas varios ansiolíticos a tu padre, algo expirados,
pues él no los bebió cuando se los recetaron. Entras a su habitación y le
convences para que lo beba, porque tienen cita con la trabajadora social. No tienes
que inventar mucho, para que en su sopor te crea. Luego vas a la habitación de
tu hermana, ya se ha duchado, desayunado y cambiado de ropa. Dibuja
concentrada. Le das un papel donde escribiste “Pequeña, prepara tu maleta, la mía
ya está en el baúl del carro”. Gimotea buscando algo con la vista. Le tocas la
cara para que te mire. Le haces las señas de que no se apure que ya la gata
está en su cartera de viajes en el asiento trasero. Nica te abraza. Prosigues organizando cosas en
la casa. Así pasan varias horas, cuando la ves en el balcón con un bidón de
gasolina. El que usan para el generador cuando se va la luz. Le dices que lo suelte,
que no lo van a necesitar. Nica lo deja frente a la puerta de la cocina y
regresa a su habitación. Escuchas a tu padre vomitando y entras a su habitación
de tu padre. Allí está, con la cabeza casi sumergida en el zafacón cercano a la
cama.
―Mírame
bien a la cara. No volverás a saber de mí. Tampoco a Nica. ―le gruñes a tu padre,
pero estaba tan mareado que solo se giró levemente en la cama, eructa y se recuesta
nuevamente.
Te
acercas a tu hermana. “Es hora. Vámonos”. Nica te abraza y hace gestos de que
lo sigas, que va en unos minutos. Sales de la casa, terminas de meter algunas
bolsas en el baúl. Ya no ves lo que hace Nica que se ha dirigido a la cocina. Luego
la niña agarra el retrato de vuestra madre donde está Nica de bebé y tú a su
lado. La única foto en que están las tres juntas, y él había escondido. Nica golpea
al borracho con el marco, despertándolo por un momento de su delirio. El hombre
la observa aturdido. Ella le enseña una de las paredes de la habitación: todas engrafitadas
muestran primero como él envenenó a la madre enferma. Señala la pared contigua,
donde él la asfixia con la almohada. El hombre trata de moverse, pero no puede.
Finalmente lo vuelve a golpear, rompiéndole la nariz y le señala un dibujo en
el techo que a la mamá con una antorcha y la casa en llamas.
―
¡Hazlo, mamá! Arde, maldito. No soy sorda. Te odio.
Nosotras. Escapar. Alma.
Fuego.
Tu
hermanita llega contenta al carro. No recuerdas haberla visto tan feliz. Te entrega
su maleta y una mochila. Le preguntas por qué se había demorado tanto. Te susurra, “Matilde, te quiero”. Escuchado en
su voz, hace que te hinques de rodillas a lágrima viva y te abrazas a sus
piernas. Nica te ayuda levantarte. Te entrega la foto. No puedes controlar las
lágrimas. Nica te besa la mano.
―Te quiero, Matilde. Mis palabras huyen también. Vámonos,
mamá nos acompaña.
―Te quiero hermanita. Estaremos bien.
―Somos mujeres empoderadas, como dice Mariana en la
televisión.
―Lo somos…
Enciendes el carro y tu hermana te da golpecitos para que mires hacia la casa. Observas el fuego a través del espejo retrovisor: las siluetas del fuego besan libertades de humo. Bajas la ventana para escuchar cómo el crujir de la madera comienza a domesticar el terror impregnado en la piel, y lo convierte en valor. Le das una palmadita suave a tu hermanita abrazada a su gato de peluche, observas sus limpias manitas. Le das un beso en la frente. Aceptas en silencio, pero con orgullo, que ella también tenía derecho a tomar su decisión. Emprendes feliz la marcha hacia un nuevo destino, mientras ella escribe libres sobre la empañada ventana.
Ana María Fuster Lavín
Callejón de los gatos
Ed. Isla Negra, 2022
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