Mariposas negras presenta
fuertes resonancias fílmicas. (El misterio de la ambientación y la textura de
la caracterización de las protagonistas evoca el filme irlandés-canadiense de
horror The Moth Diaries.) Esta novela multifacética tiene sesgos de ficción
juvenil, toda vez que trata con acierto peripecias correspondientes al género
fílmico anglosajón conocido como "surviving high school". Sin
embargo, el pathos brutalmente trágico que entreteje estas vidas adolescentes,
nos adentra firmemente en un universo gótico poblado de crímenes perversos,
alados encuentros, erotismo, muerte y venganzas justicieras. Contra este
tenebroso telón de fondo, resplandece la amistad entre las dos protagonistas
adolescentes, que acaso sea solamente una persona, en medio de una intensa y
perturbadora narrativa, de lectura compulsiva, en la que amor y horror se
imbrican.
Dinorah Cortés-Vélez
escritora puertorriqueña y catedrática en Marquette University
I
Caricias del
silencio o la invisibilidad
Me levanto. Observo mi cuerpo sobre la cama.
La veo a ella, a mi lado, aguantando una almohada. Llora, también sonríe. Sigue
siendo tan hermosa, como cuando nos conocimos de niñas. Ella acaricia mi frente.
Estoy agradecida de su amor, su amistad y, en especial hoy, por obsequiarme la
última caricia del silencio.
Me observo. Cumplí hace unos días
veintitrés años. Mis recuerdos más remotos no tienen ojos. Son como un callejón
de sombras que me rodean, sombras que deambulan también alrededor de mis sueños,
de mis seres más cercanos. Miro hacia la ventana y puedo verme al otro lado,
asomada con las manos en el cristal, pidiéndome abrirla para regresar a ella, a
mí. ¿Soy yo esa chica al otro lado del cristal? Vuelvo a mirar y me difumino
lentamente hasta desaparecer. Soy el aleteo de la soledad, un capullo que
renace cada amanecer. Solo transformada una y otra vez hasta llegar al silencio
eterno. ¿Se puede tener un final si nunca se tuvo un inicio?
Pienso en mi vida y trato de
reconstruir mi recuerdo más remoto. Fui una niña robada en la noche, en las
calles donde el tiempo es péndulo entre la vida y la muerte. Finalmente, ha
llegado el momento de liberar este diario en espirales, antes de regresar a mi lugar
de origen. Soy una historia perdida en la página de un diario. Tal vez sea solo
eso, las anotaciones del diario que escribía mi mejor amiga, Laura. Quizá por eso
tenía más de un diario. Mis memorias más remotas siempre me llevan a ella, a
las calles, a los gatos, a esa chica al otro lado del cristal. Ella fue quien
le dio palabras, y voz a mis silencios, eso
que olvidamos y solo un aleteo puede ayudarnos a
recordar, aunque sea por unos minutos. A fin de cuentas,
¿qué es el tiempo?
Estoy aquí amarrada a una cama, atada a
la esperanza de entender todo lo que me ocurrió, o al menos intentarlo. Esa
misma esperanza me confirma que ella regresará a mí y me ayudará a tomar una
decisión. Son esas intermitencias de la muerte, las voces que salen de mi
pecho. Ellas chocan contra las ventanas, hasta
fragmentarse en palabras sin sentido; para luego,
recoger cada una y encajarlas como un rompecabezas hasta recordar o
desaparecer. Y es que olvidar también es una forma de morir. Sin embargo, para
olvidar hay que recordar. Una vez, mi maestro de historia en la secundaria me
comentó que contar el pasado es una forma de liberarse de él. Me dijo:
“Mariana, por más que duela, no puedes borrar cada pisada; cada rincón de tu
corazón guarda una historia. Tienes que reconstruirla desde el origen: tu
origen. Solo así serás libre”.
Una vez le comenté a John, mi mejor
amigo de la escuela, que, para no enloquecer, me convenzo de que cada día tiene
su propia historia. Igual, algunas especies de mariposas solo viven veinticuatro
horas: despiertan, aman a otra mariposa; luego aletean hasta quedarse dormidas
y mueren. Entonces, de qué sirve buscar de dónde venimos o quiénes fuimos o
seremos. Tengo la certeza de que solo encontrando las palabras precisas podemos
sobrevivir.
Desde que estoy aquí todos los días son
iguales. Ya nadie me visita. Mientras, las palabras siguen siseando desde las
ventanas de la habitación. Alzo las manos y las sílabas de cada aleteo
acarician mis dedos. Una vez en la escuela traté de imaginar que uno podía contactarse
con el silencio. Llegar a ese mundo donde todo es paz y poder organizar las
piezas de nuestros recuerdos sin que los demás nos rompan.
En mi caso nací rota: unos jugaron con mis
pedacitos, algunos trataron de ayudar a reconstruirme.
Habrán pasado quizá unos cinco años desde aquella
noche cuando mi vida se detuvo. Fue la noche del baile
de graduación de secundaria donde perdí el control.
Poco a poco, todos también se perdieron de mí.
Pienso en Laura, que aún permanece aquí
en mi cuerpo, mientras mi pecho emite ronroneos suaves. A su vez, la
posibilidad de que, en realidad, me visite es lo que me ha mantenido viva.
Estoy segura de que lo hará. Sin ella tampoco tengo la alternativa de morir.
Por eso, en las noches viajo a cada momento vivido desde que ambas nos
conocimos. Nunca me ha parecido rara esa imposibilidad de precisar cuándo fue
que comenzamos a ser amigas, es como si ella siempre hubiese sido parte de mí,
o yo soy solo una sombra que se escapa de sus diarios. A fin de cuentas, ella
siempre dudó entre si debía leerlos o no. Sabía todo sobre mí. De ella, en cambio,
solo sé lo que me contó, porque su alma es demasiado confusa para mí. Laura es
mi día y mi noche, el aleteo constante del tiempo. Laura me dio la vida antes
que mi propia madre, a ella le corresponde llevarme a la muerte cuando sea el momento.
¿Cuándo comencé a tener la noción de
que el tiempo es relativo a los vaivenes del alma? No lo sé, quizá tan solo
somos las historias que vivimos. Las mías comienzan poco antes de cumplir los
once años y terminaron una noche poco después de cumplir dieciocho. Hace cinco
años solo vivo en el olvido de Laura.
Ana María Fuster Lavín, Mariposas negras,
San Juan/Santo Domingo,
Ed. Isla Negra, 2016, págs. 13-15.
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