lunes, abril 02, 2018

de dolor y de sombras, la brillante narrativa de Luis Rodríguez Martinez

Silencios de papel tiene el honor de publicar dos cuentos del narrador puertorriqueño Luis Rodríguez Martínez. 


"Soy muy observador, el mundo entero es una posible historia. No importa cuán oscuro pueda imaginar un cuento, la realidad siempre tiene la posibilidad de superarlo. Es, precisamente, esta oscuridad latente que intentamos ocultar una de mis fuentes de inspiración. De igual manera, debo decir que la estupidez humana es un tema que me intriga, me irrita, pero termina por dotarme de las historias más interesantes que he escrito."
Luis Rodríguez Martínez (1992) es un escritor puertorriqueño. Posee un Bachillerato en Artes con concentración en Estudios Hispánicos de la Universidad de Puerto Rico, Recinto Universitario de Mayagüez. Actualmente ejerce como profesor de Español y Francés. Sus cuentos han sido publicados en las revistas El vicio del tintero, En sentido figurado y El relicario.
Es el autor de la novela corta Obsesión o la farsa de Julián Solevan (2014, 2da Ed. 2018) y el libro de cuentos Historias para beberse de a poco (2017). Como guionista, escribió y codirigió el cortometraje Un día de suerte, ganador del Premio Ron Ditmore a la Mejor Comedia en el Rincón International Film Festival, en la edición del 2016. Actualmente trabaja en su próximo libro de cuentos.

Recientemente presentó su libro de cuentos Historias para beberse de a poco (Ed. EDP University, 2017) en EDP University, Recinto de Manatí, contó con un emotivo análisis de la escritora Yolanda Arroyo, en conversatorio con el autor  y la editora de Silencios de papel (Ana María Fuster) y el propio editor de Edp, el profesor Edgardo Machuca, donde se destacó su manejo del lenguaje directo, sus sorprendentes finales, su trabajo y de los personajes, en especial de las mujeres en sus cuentos. Aquí les presentamos una muestra de sus relatos y una pequeña entrevista que le realizáramos.


"Comencé a escribir narrativa en la universidad. Me di cuenta que la narrativa era mi forma expresar todo lo que llevaba por dentro. Publiqué mis primeros cuentos en la revista en línea El vicio del tintero, creada por el también escritor y amigo Omar Palermo-Torres. Recuerdo la emoción que sentí cuando salió El despiadado en línea, fue un momento único. Así, comencé en este camino sin imaginar que tendría la oportunidad de vivir las experiencias que he vivido hasta hoy."
Luis Rodríguez Martínez

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A veces los cerdos caminan en dos patas

Papá se rasuraba la cara con aquella navaja sin filo. Sus duros bellos se resistían a desprenderse de su piel, dejando un rastro de sangre por su cuello grasiento. Yo lo miraba desde el umbral de la puerta con una mezcla de admiración, amor y un poco de odio. Aquel último sentimiento me quemaba por dentro. Los golpes de la navaja contra el lavamanos resonaban por toda la casa. Esa tarde vendría Ramiro a conocerlo. Me había costado mucho convencer a papá para que lo dejara venir. Ya casi terminaba de rasurarse cuando notó mi presencia por el espejo del botiquín.
–¿Qué mira? –preguntó mientras se secaba la cara.
Bajé la mirada antes que terminara la pregunta. Desde niña le había temido y, ahora que era casi mujer, aquel temor había crecido tan alto como un monte. Yo esperaba a que papá terminara para bañarme. En cualquier momento llegaría Ramiro y quería estar lista. Papá salió del baño hacia la cocina, yo entré y cerré con seguro. Escuché los gritos que provenían desde afuera. No era algo nuevo, ya estaba acostumbrada. Sin embargo, el corazón se me sobresaltó de golpe. Siempre me pasaba lo mismo. Terminé de ducharme y corrí hacia mi cuarto. Allí, me volví a encerrar y me vestí con rapidez. Me miré al espejo unos segundos. Recordé a Ramiro, nuestro primer beso en la escuela. Froté mis incipientes senos sumida en su recuerdo. Dos golpecitos en la puerta me sacaron del éxtasis hasta aterrizar en mi miseria.

–Está aquí –dijo mi madre con su voz trémula. Ella sabía lo que me costaría la visita de Ramiro, y moría al no poder evitarlo.

Ramiro estaba sentado en el sillón que quedaba justo enfrente de la silla de papá. Ramiro se levantó del sillón al verme, sus ojos brillaron. Papá ni siquiera se había bañado, aún tenía aquel olor a sudor y tabaco.

–Siéntate mija.

Aquellas palabras rompieron el momento entre Ramiro y yo. Ambos nos sentamos, separados claro, y esperamos pacientes a que papá hablara. Mamá le trajo un vaso de agua a Ramiro. Papá reprochó con la mirada.

–¿Conque usté quiere con mi hija? –Ramiro no pronunció palabra alguna, asintió tímidamente.

–De querer, se pueden querer muchas cosas. ¿Cómo qué quiere con mi hija? –las palabras de papá parecían el discurso de un padre responsable, casi le creo.

–Su hija me gusta mucho, tengo buenas intenciones. Lo juro –para ese momento Ramiro era un suspiro en aquella sala mugrosa. El muchacho atrevido que me besaba en la escuela se había reducido a un manojo de sudor y nervios que tartamudeaba al abrir la boca.

Mamá trajo dos vasos de agua, uno para mí y otro para papá. La conversación cesó mientras tomaba agua. Al terminar el agua puso el vaso en el suelo y se pasó la mano por el cabello abundante y brilloso. Ramiro me miró con aquellos mismos ojos que observaron mi cuerpo desnudo la primera vez que nos escapamos de la escuela. El brillo de su mirada había desaparecido, ahora sus ojos eran una nube gris.

–¿De dónde es usté?

–Soy de aquí, del pueblo. Conozco a su hija hace mucho tiempo.

Papá se quedó unos segundos en silencio, parecía no tener más preguntas. De todos modos, aceptar la visita de Ramiro había sido una buena razón para poder cobrar su premio. Mi madre entró a la sala ofreciendo unos pedacitos de pan. De hecho, aquellos eran los últimos pedazos de pan que quedaban en la casa. Aquel era un intento desesperado de alargar la visita de Ramiro.

–Gracias, pero Ramiro no quiere, ¿cierto? –papá lanzó su fulminante mirada al pobre Ramiro.

–No, gracias señora –masculló él, casi sin abrir la boca.

La sala se había inundado del terror que provocaba mi papá. De ese punto en adelante mi mente divagó hacia lugares lejanos, como la vez que Ramiro me llevó a su casa. De eso habían pasado algunas semanas apenas. Ramiro abrió la puerta y me dejó pasar a mí primero. Una vez adentro, el Ramiro que me había enamorado con cursilerías al oído se transformó en macho, y digo macho por lo salvaje. Ramiro desabotonó mi camisa con tal rapidez que al cerrar la puerta mi sostén había ido a parar al suelo. No era la primera vez que un hombre me veía desnuda, pero aquella vez sí era placentero. Mi cuerpo temblaba, el suyo también. Pude sentir su erección. Casi lanzo una risita nerviosa, pero me abstuve.

–Pues váyase a su casa, que se hace oscuro y el camino no está bien iluminado –papá me sacó de mis cavilaciones. La visita casi terminaba y, con ella, mi felicidad.

La primera vez que tuve aquella sensación fue hace casi ocho años atrás, cuando apenas era una niña. Mamá recién enfermaba y papá tenía necesidades. Fue una madrugada cuando sentí por primera vez una mano fría y áspera en mi cuerpo. Mi piel tembló, pero no de placer, sino de terror. Cuando logré ver la cara del intruso estallé en llanto. Casi se me acababan las lágrimas aquella nefasta madrugada, al menos eso creí. Sin embargo, pasaron muchas noches llenas de lágrimas. Pero papá nunca entendería eso. De hecho, ahora sé que ningún hombre será capaz de entenderlo. La sensación que dejó el acto de papá en mi fue como una quemazón constante en mi interior. Un volcán que en cualquier momento haría erupción. Papá había entrado en mí de la manera más vil y repulsiva posible. Eso lo entendí mucho tiempo después.

–Adiós, descansa –dijo Ramiro con cara de alivio, ya había salido del martirio que significaba conocer a papá.

–Adiós –dije desde la silla.

Papá acompañó a Ramiro hasta la puerta, donde hablaron durante unos segundos. Mi corazón comenzó a latir más rápido. Respiré profundo e intenté calmarme, sin éxito. Mamá miraba desde la cocina, que estaba al otro lado de la sala, con las manos en el pecho. Su expresión confirmaba lo que ocurriría a continuación. Papá cerró la puerta y se dio media vuelta. Me miró con aquellos ojos sin brillo. Llevó sus manos hasta el cierre del cinturón.

–No, por favor. Hoy no –susurré, aunque sabía que aquellas palabras solo empeoraban la situación.

–Sabías lo que te costaría la visita del Ramiro éste –papá se acercaba con pasos cortos.

Corrí al cuarto con todas mis fuerzas. Busqué en la mesita de noche junto a la cama. Allí había ocultado el arma para la próxima vez que papá tuviera necesidades. Esa noche estaba decidida a liberarme. Destapé el envase con movimientos erráticos y rocié la cama con el líquido de su interior. Pude escuchar los aterradores pasos de papá en el pasillo. Mamá se limitaba a sollozar, ya había intentado detenerlo en muchas ocasiones sin conseguirlo. Papá irrumpió en el cuarto con el cinturón en la mano. Se abrió el pantalón y me tomó del brazo. Con un acto violento, me hizo caer en la cama.

–Sabes cuánto disfruto de nuestros momentos –la bestia salivaba de placer.

Tomé un cerillo y lo encendí ante su mirada atónita. Sin pensarlo, lo dejé caer sobre la cama. Aquella noche, el fuego que papá había estado depositando en mi interior nos liberó. Él mismo encendió su hoguera.
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"Debo decir que, como maestro, me he reencontrado con textos que no visitaba hace algún tiempo. Ver las caras de asombro de los chicos por algo que acaban de leer es uno de los momentos más gratificantes que puedo experimentar. Atiendo chicos de nivel intermedio y superior, y algunas buenas ideas han nacido en plena discusión en clase. Pienso que esto me ayuda a mantenerme en contacto con una audiencia joven que está hambrienta por leer, no se equivoquen. Nuestros chicos quieren leer, lo que sucede es que no han encontrado el libro que los atrape aún." Luis Rodríguez Martínez.

Además sobre los libros que le han marcado nos comenta:

"Tengo varios libros que me han marcado. Uno de ellos fue Aura, de Carlos Fuentes. Esta novelita es magistral. Asimismo, Pedro Páramo, de Juan Rulfo, es uno de mis libros favoritos. Finalmente, no puedo dejar de mencionar El hombre que trabajó el lunes, de Emilio Díaz Valcárcel. Olvidar esta novela sería un crimen. "



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Noche de brujas
            El calendario se posaba en el 31 de octubre en una noche oscura y fría. Era noche de brujas, como la llaman los humanos. Esa noche se reunían las familias en sus casas y encendían grandes velas en señal de conmemoración y recuerdo a sus difuntos. Decían los más viejos que, de no hacerlo, vendría un hombre con la excusa de pedir limosna y se llevaría al primogénito de la casa. Todos los niños temían la llegada de este personaje.
            En una casa alejada del centro del condado, una numerosa familia estaba reunida en la sala. Mientras tanto, los niños se contaban historias de terror en uno de los cuartos. Uno de ellos, Ernestito, contaba la historia de un despiadado que secuestraba niñas y las terminaba matando. La pobre Renata casi se moría del susto al escuchar a su primo relatar los horribles actos.
–No voy a poder dormir –masculló la niña.
            Los demás niños, también, lucían algo asustados, pero ninguno decía nada. Todos estaban absortos con la historia que narraba el mayor de los primos. Su dramatización de la muerte le añadía un toque grotesco a su leyenda.
            Su madre subió a la habitación al escuchar los gritos de los niños. “Algo debe estar haciendo Ernestito,” pensó. El niño se gozaba de aterrar a los demás. Siempre andaba contando historias de terror, aun así, sus primos disfrutaban pasar tiempo con él. Cuando la madre vio al niño estrangulando al aire que quedaba en el hueco de sus manos, lo haló de un brazo.
–¿Qué haces, Ernestito? Te he dicho miles de veces que no andes asustando a los demás. Te advertí que sería la última vez que te reprendía. Vamos al granero.
            No era propiamente un granero, más bien era un rancho que servía de lugar de castigo a Ernestito cada vez que contaba historias sobre su “amigo imaginario Jack,” como su madre lo llamaba. La madre de Ernestito lo llevó del brazo al granero.
–Te quedarás ahí hasta la mañana, vamos a ver si de esta aprendes –dijo su madre fríamente, pensando que estaría ahí al amanecer.
            El niño no dijo nada, estaba acostumbrado a ese tipo de reacción de sus padres, aunque éstos nunca cumplían sus amenazas. Se sentó en una esquina a esperar que su madre viniera por él. Después de todo, era ella quien siempre le abría la puerta y lo eximia de su castigo. Encendió los faroles que servían de luz a su prisión. El haz de luz le lastimó sus ojos ya acostumbrados a la oscuridad.
Ernestito pasó un largo rato esperando por su madre, pero no había rastros de ninguno de sus familiares cerca del rancho que hacía las de granero y prisión. Al cabo de unas horas, ya los faroles se habían quedado sin gas, por lo que la oscuridad volvió  a inundar el lugar. No podía ver nada, por lo que decidió recostarse y esperar, no tenía otra elección. Intentó pensar en algo que lo entretuviese, pero la imagen de Jack ahora no salía de su mente. Comenzó a experimentar ese miedo que tantas veces había transmitido a los demás. Se encogió, casi se puso en posición fetal, intentando cubrirse de un ataque inesperado. Sintió cómo su respiración se aceleraba. Una lágrima de terror se deslizó por su mejilla. Cerró los ojos y apretó con todas sus fuerzas, intentando despertar de la pesadilla, sin éxito.
Escuchó unos pasos desde afuera, se arrastró hacia la puerta para oír mejor. Nada. De pronto, hubo un silencio casi irreal, ni siquiera podía escuchar su respiración. Intentó levantarse lentamente para no ocasionar ningún ruido. Otro paso, el niño se estremeció. El crujir de las hojas hizo que se tapara los oídos, casi sintió dolor.
¡Tuc, tuc, tuc!
            Alguien tocaba a la puerta, el niño se volvió a tapar los oídos. Sus padres tenían llaves del granero-rancho-prisión, de manera que no podían ser ellos. Pero, ¿si no eran ellos, entonces quién era? La duda lo perturbó por un instante.
¡TUC, TUC, TUC!
            De nuevo el ruido, esta vez más fuerte. Ernestito, decidió dejar de luchar contra sus miedos. Se levantó con la intención de intentar abrir la puerta. Antes de poner su mano en la perilla, esta comenzó a girar. Lo pudo escuchar. Lo próximo que vio fue la luz de la luna iluminando el granero. Además, claro, de una silueta de hombre frente a él.
–¿Quién eres? –alcanzó a articular el niño.  
–Soy tu amigo…
            El temor que el niño sentía hacía unos minutos se había disipado. En su lugar había… ¿calma? Increíblemente, aquella silueta no provocaba miedo en el niño, sino admiración.
–¿Vienes conmigo? –preguntó la silueta
–Como digas –contestó el niño sin pensarlo.
            La silueta tomó de la mano a Ernestito, o quien había sido Ernestito, debo decir. El niño ya no era capaz de sentir miedo, porque el miedo solo lo pueden sentir los humanos. Cuenta la leyenda, que desde esa noche de brujas Jack no camina solo. 


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Finalizando la conversación, sonsacamos al autor para que nos revele algunos de sus próximos proyectos, y le deseamos mucho éxito desde el estruendo silencioso de la palabra:

"Tengo muchísimos proyectos pendientes. He terminado un libro de cuentos que considero la secuela espiritual de Historias para beberse de a poco, llamado Zapatos colgantes y otras historias malditas. Estos cuentos exploran nuestros miedos, nuestros estereotipos y el horror que habita dentro de lo cotidiano. Además, acabo de terminar una novelita llamada La hiedra en llamas. De este libro solo diré que es el proyecto más ambicioso que he escrito hasta el momento. Hay muchas otras historias dándome vueltas en la cabeza, pero pienso que no ha llegado su tiempo."

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