martes, noviembre 08, 2005

La Llamarada


La llamarada
boceto a dos tiempos
a la memoria Enrique Laguerre

¡Lee, lee! Una gota de sudor copula un moco sangriento sobre las bembas de Toño, que se mira sus manos, mira la hacienda: calor y muerte, bueyes y caña. No piensa, corre. Fucking lazy portorricans, desde el balcón de la hacienda una cerveza fría bautizaba los finos labios de William, que mira al negro caerse y espetarse el filo del machete en el pecho. ¡Fuego, fuego! Los piojos no discriminan cuando hace calor. La sangre mana hasta del cuerpo más miserable. Toño llora un vómito de sangre, mientras una viga del techo de la hacienda cae perforando desde la clavícula hasta el cóccix de William. Ambos pudieron comprender el fin de la zafra.

¡Corre, corre! Bill suda frente a una barra entre la avenida Ponce de León, esquina calle Berga, su salada excreción baja por su espalda chichando con el orín reseco de su entrepierna. Se mira las manos, el sol quema, la brea quema, la colilla quema, perros y hambre. La caña tarda en crecer lo mismo que su tecata vida en gastar el premio millonario de la loto. Puñetero gringo vago, desde la entrada del café Los Pinos el humo del cigarrillo baila una bachata frente a Antonio, que mira al cano Bill cruzando la avenida mientras pasa la AMA. ¡Sangra, sangra! Otro escritor sin historias se reinventa en la cuneta. La sangre huye hasta del más ingenuo. Los huesos de Bill crujieron bajo las gomas de la guagua, mientras una navaja afilada penetra suavemente una y otra vez desde el pecho hasta los genitales de Antonio. La página de un libro cayó desde el tren urbano y una llamarada no hace primavera cuando la historia se repite. Esta vez, ambos se quedaron sin comprender.

Ana María Fuster Lavín

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