"Con el pañuelo, al secarme las lágrimas, se me
diluyeron los ojos y quedé sin visión y sin memoria de lo que me había hecho
llorar."
Edgardo Sanabria Santaliz
Silencios de Papel tiene el honor de publicar una serie de microcuentos inéditos
del destacado escritor puertorriqueño
Edgardo Sanabria Santaliz.
Dar del cuerpo
Cada vez que te sientas en el trono, revisas antes
para asegurarte de que no haya un sapo o un ratón o una cucaracha o una iguana,
o peor que esos cuatro, una culebra que te sodomice antes de que puedas evitarlo,
y entonces tengas que recurrir a demandar a la Autoridad de Acueductos y
Alcantarillados, por no mantener a esos falos sin cuerpo fuera de las tuberías,
menos mal que no eres sino un pobre diablo, imagínense -te dices a ti mismo- que
le ocurriera a otra persona, como, por ejemplo, a alguna figura política o
artística, o, lo que es más execrable, a alguien del ambiente religioso o a un menor;
recuerdas que cuando eras pequeño te ñangotabas sobre el asiento de madera del
inodoro porque temías que la serpiente del paraíso saliera a reclamar el fruto
prohibido, pero desde hace sesenta años tomas asiento tranquilo, aunque siempre
chequeas antes y sigues sin entender cómo hay tanta gente que lee en paz libros
y revistas mientras dan del cuerpo sin pensar en la posibilidad de que al
cuerpo suyo le den por donde no le da el sol.
Cuatro muertes
Del verdor aterciopelado de la jungla, dos figuras
vestidas de negro y con máscaras de nailon se acercaron al asilo de ancianos.
Por una ventana abierta al frescor nocturno chirriante de insectos, treparon e
ingresaron a la estructura, que era un ranchón miserable más que otra cosa.
Comenzaron a entrar en cada cubil y a amordazar a los viejos y a esposarlos a
la cabecera de sus respectivos camastros. Ellos se dejaban hacer porque no
tenían ni fuerzas para gritar. Con las cuatro monjas la cosa resultó más
difícil, porque opusieron una resistencia suplicante y llena de lloros. Al
terminar, procedieron a ejecutar, de un pistoletazo en la nuca, a uno por uno.
Luego salieron y se los tragó la selva. A los dos días, la mayoría de los
periódicos del mundo daban cuenta de lo ocurrido con titulares más o menos
semejantes: Asesinan a cuatro Misioneras de la Caridad, mártires del
terrorismo.
Historias
Se me había ocurrido un argumento. Pero al no sentarme
de inmediato a escribirlo, se extravió. Busqué las palabras en la cabeza y por
la casa. Se habían escondido expertamente, o quizás habían dejado de existir.
Sin embargo, en mis adentros, algo me decía que estaban vivas todavía, así que
seguí investigando. Cuando ya no pude más -de lo cansado que estaba- me acosté
(había pasado la medianoche) y me dormí justo en el momento en que mi nuca tocó
la almohada repleta de otras muchas historias (algún día, en uno de mis sueños,
me enteraría) que nunca había logrado escribir porque eran para ser
contadas en el más allá.
Pequeño gran mundo
En la red informática se publicó la noticia de que, en
equis fecha, un objeto espacial pasaría bastante cercano a la Tierra. En la
misma, la NASA hacía un llamado para que la población mundial no se inquietara,
ya que se trataba de un cuerpo sideral pequeño que no causaría daño alguno.
Todo esto acontecería el 20 de mayo del año presente, y estábamos ya a finales
de abril. Lo peor que podría ocurrir era que el mar se encrespara un poco y que
mordisqueara levemente las costas. Y, en efecto, con el paso de los días, los
terrícolas comenzaron a percibir que, en las noches, lo que antes era un punto
luminoso comparado con la luna, se iba acrecentando hasta adquirir el tamaño de
una sexta parte de nuestro satélite. Y así, cada veinticuatro horas aumentaba
más y más, hasta que adquirió las proporciones de una gigante luna llena.
Entonces, el pánico invadió a los habitantes de la Tierra y muchos de ellos
enloquecieron o se quitaron la vida. El mar ya inundaba las arenas de las
playas hasta alcanzar los fundamentos de casas y edificios, cuyas paredes y
muros comenzaban a agrietarse. Los pájaros chocaban contra los vidrios de las
ventanas, desesperados por buscar refugio en las viviendas de los humanos. Y el
cielo diurno se coloreó de un verde viciado que competía con la tenebrosidad
ausente de estrellas en las noches. Hasta que por fin llegó el presagiado día,
y entonces las vastas muchedumbres de ambos hemisferios contemplaron un pequeño
mundo radiante que pasaba junto al suyo y desde el cual sus habitantes les
miraban asombrados porque era evidente que nunca, en toda su historia, habían
conseguido convivir en paz.
Lágrimas
Con el pañuelo, al secarme las lágrimas, se me
diluyeron los ojos y quedé sin visión y sin memoria de lo que me había hecho
llorar. Tuve que arrodillarme y tantear por todo el suelo de la habitación las
dos especie de escupitajos hasta hallarlos y pegoteármelos a las cuencas, con
lo cual recuperé la vista pero no pude dar con el dolor que me había gelatinado
los ojos porque se había alojado en algún otro lugar que era o no mi cuerpo y
que ahora emitía un desesperante grito que deshacía no sé qué cosa.
En 2016 la prestigiosa editorial Isla Negra Editores, dirigida por el
poeta Carlos Roberto Gómez Beras publicó una edición antológica de los
cuentos del narrador Edgardo Sanabria Santaliz, presentada en Libros AC
por la escritora y catedrática Dinorah Cortés Velez
Brújula
Desperté en algún momento durante la madrugada sin
poder recordar dónde me encontraba y qué había fuera de las cuatro paredes de
aquella habitación. Me llené de espanto porque era la primera vez que me pasaba
en mis años de vida y porque -ya lo dije- no lograba recordar mi entorno ni qué
hacía yo allí. De inmediato me vino a la mente la imagen de una brújula
averiada cuya aguja daba vueltas locamente en busca del norte magnético.
Semidormido, observé las dos puertas y las dos ventanas (cerradas todas para
que no escapara el aire acondicionado), pero -lo repito- se me escapaba lo que
había detrás de ellas. Fue el cantar de los coquíes -que atravesaba la ventana
a mi derecha- lo que me empezó a ubicar como si yo fuese una nave descendiendo
sobre la superficie de un planeta. Fui recordando que en ese lado había un
jardín y que, tras la ventana y la puerta izquierda, había una salita (y otro
jardín más allá). La puerta frente a mi cama daba al baño. Y con todo ello me
vino la realización de que me hallaba en el asilo. Me levanté bailoteando los
pasos de borracho que los medicamentos nocturnos me producen, y, tras ir al
baño, me acosté de nuevo y me arropé y me dormí. Fue por la mañana que la
brújula se compuso del todo y comprendí hacía dónde navegaba mi cuerpo.
Oyente
Me puse los audífonos y, al rato de estar escuchando
música, sentí gotas de humedad en los hombros, y cuando abrí los ojos descubrí
que me sangraban los oídos. Creí que el volumen de los aparatos auditivos me
había causado daño, o que las notas del Wiener Blut Walzer, de Johann Strauss
II -que era lo que estaba escuchando en aquel momento- se habían
transubstanciado en lo que circula por las arterias y venas, para demostrarme
que la música es lo que le da vida al alma, pero el pensamiento me pareció
cursi y lo deseché, y sin miedo me quité los audífonos y, para mi enorme
sorpresa, descubrí que la música seguía resonando en mis oídos pero no en lo
que sostenían mis manos, que no eran los audífonos sino la batuta ensangrentada
que -lo entendí entonces- se me había incrustado de oreja a oreja,
atravesándome no el cerebro, sino el corazón, porque -deduje en aquel instante-
cuando la música se entrega al oyente (y viceversa), el cerebro trasmigra hasta
el pecho y el corazón hasta la cabeza, desde donde continúa bombeando sangre, mientras
que la mente discurre en latidos que se acompasan al ritmo y a la melodía de lo
que resuena.
Hogar
Somos
jóvenes. No estamos enfermos. Tenemos empleos u otras responsabilidades, y por
eso vamos a toda prisa por la autopista. Y especialmente cuando pasamos frente
al Hogar de Ancianos, un gigantesco edificio de tres pisos oculto en gran parte
por un muro altísimo y recubierto de hiedra. No queremos mirarlo, mantenemos la
vista en el horizonte, aunque su torre coronada por una cruz de cemento se nos
quede pintada en el rabillo del ojo el tiempo suficiente como para pronunciar
mentalmente las tres palabras colocadas en la fachada principal y que
identifican el motivo de su existencia. Pero ya, en el próximo semáforo, las
hemos olvidado -palabras, muros y torre- y seguimos camino de nuestros oficios
o deberes. Mientras tanto, en aquel sitio, otras personas viajan por senderos
que no queremos llegar a soñar, porque no nos cabe en la cabeza que
alcanzaremos a ser como ellas, y lo negamos de plano y de todas las formas
posibles, hasta que venga el tiempo ineluctable cuando otros serán los
conductores, y nosotros, los residentes.
Espejo
Dos personas, frente a un espejo, se besan. Las miras
y lo perciben y se separan, saliendo cada una por cada lado. Miras el espejo y
te das cuenta, con absoluta certeza, de que eras una de las personas que
estaban ahí. Fuera del espejo, buscas a tu derecha e izquierda para dar con la
otra persona, pero no hay nadie. Miras nuevamente y, a la izquierda del espejo,
asoma un brazo que tu imagen agarra y atrae hacia sí. No obstante, fuera del
espejo, permaneces tan quieto y retraído como el tronco de un árbol. Miras una
vez más y ahora están besándose de nuevo, pero no eres ni una ni la otra
persona reflejada. Sales del campo visual del espejo y entonces sin querer te
haces añicos al chocar con el tocador que hay junto al ropero de caoba que
esconde tu más íntima identidad.
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