Mi madre me había
advertido que no debía jugar a los disfraces
con chicos caprichosos.
Anuchka Ramos Ruiz
azu[lejos]
Las flores verdes en los azulejos del
baño todo lo aguantaban. Desde que recuerdo, siempre habían estado allí. Con el
paso del tiempo se acumulaban las grietas por temblores, costras de jabón
blanco que competían con la enredadera de hongos nacientes en cada cortina
plástica, manchas blancuzcas del agua que se colaba por los cuatro tristes
tragaluces que rompían la oscuridad. El baño era el único espacio que mantenía
el aspecto original, a diferencia de otros territorios que Cintia insistió en
remodelar cuando heredamos la casa. Ella misma se encargó de escoger el mármol
y el lavamanos con censor para el baño de la visita. Cuando llegó el momento de
remodelar el baño de nuestra habitación, Cintia se negó. No insistí, supuse que
estaba cansada de tener la casa llena de obreros. Pensé que era prudente que
tomara un descanso de las tareas del hogar, aunque nunca entendí cuán
complicado era decidir entre colores y texturas para una cortina, o con qué
tipo de cuero deben tapizarse los muebles de la sala. Cintia solo debía
encargarse de esas pequeñas cosas que hacen las mujeres, mientras yo
multiplicaba los ceros en la cuenta de banco con la posición presidencial
también heredada en la compañía de gas de mi padre. El baño era como exponer al
Greco en una galería de arte callejero. Rompía con la estética de la casa.
Además, desde pequeño me fue prohibido entrar a él, ni tan siquiera podía pisar
la habitación de mis padres en caso de pesadillas. Mi padre no permitía que
ningún extraño fuera más allá de la sala de visitas. Yo también era un extraño
con acceso limitado a los territorios adultos. Cuando ellos no estaban yo
husmeaba por su habitación, me asomaba al baño, pero nunca permanecía más de
cinco minutos; mi padre siempre estaba en todas partes. Cuando nos mudamos me
costó tomar la habitación matrimonial como la nuestra. Ni hablar del baño. Me
resultaba imposible tan siquiera orinar en él sin recordar que allí mismo mis
padres habían hecho todas sus necesidades fisiológicas.
Cagar, vomitar, mear, menstruar, masturbarse.
Arturo ya no decía palabras así. Cuando
recibió la noticia de la muerte de sus padres en un viaje por auto rumbo a
Santander, dejó de existir. Primero fue la típica zozobra por el duelo que duró
hasta que recibió los cadáveres en el aeropuerto. Le siguió una malvada risa
infantil cuando supo que heredaba la casa y también la compañía. Desde que nos
mudamos, Arturo fue un camaleón de conductas erráticas que nunca antes había
visto, pero no me molestaba; siempre me gustó jugar a los personajes, aunque
era difícil seguirle los cambios a Arturo.
Cuando novios, era el típico chico rebelde, yo la clichosa chica liberal
de clase media con deslumbrantes dotes para persuadir a un riquito falto de
afecto. Los dos lo sabíamos desde el principio, y nos divertía asumir nuestros
roles hollywoodenses. No era mi primer juego, ya había sido muchos otros
personajes que Arturo desconocía. A diferencia de mi madre, desarrollé el gran
talento de convertime en otras sin aspirar polvos blancos por la nariz. Al
principio el juego con Arturo era muy sencillo. Nada nos preocupaba, ni tan
siquiera llevábamos relojes en las muñecas. Andábamos siempre descalzos por el
apartamento que alquilamos juntos en Río Piedras. Apostábamos a quién
ensuciaría más la ropa al comer costillas, y él siempre ganaba. A Arturo le
daba lo mismo no contestar el celular, no llegar a las fiestas de su padre. Nos
divertíamos bebiendo las sobras de bordeaux
que dejaban las amigas de su madre cuando las invitaba a degustar las últimas
botellas que traía de Francia. Pensé que el juego cambiaría cuando nos casamos.
Incluso llegué a comprarme un delantal y moldes para hornear en caso de que
tuviera que disfrazarme de ama de casa y vender galletitas para ayudar a pagar
la renta. El matrimonio no cambió el juego. A Arturo seguía sin importarle el
dinero y, contrario a todo pronóstico, permanecía en su personaje de chico
rebelde que no sucumbía a las amenazas de su padre. Los primeros años de
casados fueron precarios, teníamos un solo auto y dormíamos en un colchón
inflable a falta de dinero para comprar una cama de roble con almohadas de
pluma como las que luego tuvimos. Nada de eso quedó cuando empezamos a vivir en
la casa. Ahí cambió el juego, Arturo mandaba. Me costó entender qué seríamos
entonces, si el matrimonio judío ortodoxo o los despilfarradores de herencia.
Me dejé llevar por las instrucciones de Arturo, que empezó por prohibirme decir
groserías. El carajo quedó sustituido por caracoles, el joder por jolines, el shit por chips. Arturo me pidió que no andara descalza ni trepara los pies
sucios en los sofás. Se tornó obsesivo con los modos de comer. No se llevaba a
la boca nada que hubiese tocado con sus dedos. Si comía patatas fritas, dejaba
en el plato las puntas por donde las agarraba. Cuando jugué a ser mendiga
aprendí que la comida no se botaba, así que esperaba a que él no mirara y me
comía los restos de patatas. Él lo sabía. Por eso rehusaba besarme después de
comer. Arturo estaba en todas partes, siempre revisando que cada objeto
estuviera en su lugar, que los 17 relojes estuvieran en sincronía. Arturo no
sabía que había una línea fina entre jugar a ser macho y a ser dios, ¿pero
quién era yo para dañarle el juego?
Poco a poco yo
también fui dejando de existir, el personaje de chica liberal de clase media
quedaba cojo si Arturo se quitaba el disfraz de chico rebelde. No me costó
tanto entender que el juego consistía en comportarnos bien en la casa, porque
aunque viviéramos en ella, éramos extraños. Los juegos moralistas nunca son
divertidos, son como canciones religiosas en ritmo secular, como chocolates con
azúcar artificial. Pero no tenía más opción que jugar a ser una extraña en la
casa, que era lo mismo que jugar a ser su madre, que era lo mismo que jugar a
ser una muerta, que terminó haciéndome fantasma.
A Cintia no le importó que me llevara
el cepillo de dientes al baño de la visita, tampoco que prefiriera dormir en el
sofá de la biblioteca en vez de acompañarla en la habitación matrimonial.
Cintia había tomado la insólita costumbre de quedarse largas horas encerrada en
el baño. Yo no soportaba la idea de imaginarla bajo la misma ducha de mi madre,
quizás lo inventaba, pero a veces la escuchaba cantar sevillanas como hacía
mamá cuando llenaba la bañera de agua con aceite de oliva y se sumergía largas
horas. Ya era demasiado. Cintia se volvió hermética como mamá, con una
pasividad que me enfermaba. Supe que lo hacía a propósito. Era su modo de
castigarme por aceptar regresar a la casa, hacerme sentir como mi padre era su
pequeña venganza. Una noche Cintia salió desnuda con la piel brillante como un
charco de aceite de auto en medio de la brea. Olía a aceite de oliva. Cintia
quería ser mamá. Se detuvo en el marco de la puerta del baño para observarme
fijamente. Cintia me observaba con la misma cara mísera de mamá. Podemos
arrugarnos la piel juntos, dijo. Papá nunca consintió que mamá me bañara, y
ahora ella se me proponía como lo hizo con otros hombres cuando papá no estaba
en casa. No pude contenerme, salté de la cama y la abofeteé.
Arturo me golpeó con el mismo sadismo
con que su papá sacudía a su esposa cuando regresaba de jugar golf y no
encontraba la cena servida. Ahora nosotros éramos ellos. Arturo llegaba igual
de jorobado cargando el maletín, dormía con hedor a scotch, bajaba al desayuno con lagañas en los ojos y un rastro de
saliva seca que se extendía desde la boca hasta la oreja derecha. Yo me cambié
el nombre por uno más adecuado para mi nuevo personaje. Arturo gustó llamarme
Cintia. Confesaré que había ocasiones en que las que el juego de ser un
matrimonio tradicionalmente seco y violento me cansaba. Sabía que el juego
sería permanente una vez remodeláramos la casa con costosos candelabros,
mármoles, puertas con vitrales. El juego que había comenzado siendo una
imitación de los padres de Arturo dejaría de existir. Una casa nueva era un
tablero propio. Arturo ya parecía perdido en el tablero. Yo aún podía escaparme
de ser Cintia, pero no por mucho tiempo más. ¿Adónde iría cuando me cansara de
jugar si toda la casa era un museo diseñado a la medida de los nuevos nosotros?
El baño de azulejos con flores verdes era el único espacio que quedaba sin
invadir. Lo convertí en mi camerino. Quise invitar a Arturo para que se
escapara del juego conmigo bajo la ducha, pero ya era imposible. Arturo se había
perdido en su nuevo personaje. ¿O ese era el verdadero Arturo? Pasa que de
tanto cambiarse las máscaras uno olvida cómo era la piel primera. Me quedé con
el baño viejo y agrietado. Me rehusé a limpiar el hongo en la cortina, a tapar
la filtración del techo que paría una catarata cada vez que llovía. Corría al
baño a deshacerme, a quitarme el maquillaje que ocultaba los moretones, a
inventarme otras vidas que ya no me eran permitidas en la nueva casa. Mi cuerpo
se podría como si hubiese caído por un acantilado. El baño de los azulejos con
flores verdes era el único territorio donde podía jugar sola, decir groserías,
recordar que mi nombre no era Cintia.
Una tarde llegué y la cena no estaba
lista. Subí colérico a la habitación. Cintia estaba en el baño. Arturo ni imaginaba lo que yo hacía en el
interior, seguro que él hacía lo mismo. Antes de tocar la puerta, decidí
sentarme y esperar pacientemente, ya no podía más con sus irresponsabilidades,
el baño, la cena, su silencio. Me gustaba
tocarme frente al espejo, y brincar como si estuviera encima de Arturo, mirar
mis senos caer. Me sentaba como una vaquera en el inodoro y me dejaba caer de
espaldas hasta tocar con la punta de la nariz los pétalos de las flores verdes.
Cintia ni tan siquiera me servía como mujer, decía que le dolía el cuerpo. No
entendía qué más quería. Cuando lograba convencerla era como estar con una
muerta. Como ya no había manera de lograr
excitar a Arturo porque parecía que tenía ochenta años en vez de treinta, me
las ingeniaba bajo el chorro de la ducha. Llenaba la bañera de acondicionador
de cabello, me acostaba y me dejaba resbalar. Habían pasado más de sesenta
minutos aquella noche y Cintia seguía en el baño. No tenía duda de que estaba
con otro, era la única explicación. Había metido un extraño a la casa. Toqué la
puerta. Cintia, Cintia, llamé y llamé. Nada. Abría las piernas bajo la ducha que había adaptado en la intensidad
precisa para que rozara allí donde ya nadie más tocaba. Jugaba a que la ducha
era una araña gigante que me envenenaba las entrañas. Cintia, Cintia, abre.
Seguía tocando, pero nada. Estaba con otro, con otro, con otro. Los golpes en la puerta y los gritos de
Arturo interrumpieron mi juego con la araña. Sabía que debía volver a vestirme
de Cintia, salir y servir la cena, pero no quería. El juego había sido
demasiado largo. Mi madre me había advertido que no debía jugar a los disfraces
con chicos caprichosos. A ella le pasó que jugando a la asistente y el mago mi
padre la cortó por la mitad. Entonces cansado de esperar tumbé la puerta.
Encontré a Cintia vistiendo el rostro de mi madre bajo el agua. Arturo me levantó por los brazos, llevaba
puesto el mismo rostro desfigurado de su padre, le hacía juego con las canas
que súbitamente le poblaron el cabello. Cerré los ojos a ver si jugando a ser
jabón me escapaba por el desagüe. Aquí no, mi amor, aquí no somos ellos,
alcanzó a decir Cintia antes de que las manos de mi padre enterraran sus sesos
en las flores verdes de los azulejos y luego me lanzaran por las escaleras.
Volver, volver, volver
A papi
Viajé 4,957 kilómetros para ser un rey. En Bamako, kilómetro cero de mi
primera travesía, no conocí reyes que dejaran regalos los 6 de enero. Aun, no
me sorprendió la fiesta de Reyes que me recibió la mañana en que intenté
mudarme de Madrid a Toledo. De camino a Marruecos, kilómetro 3,832.3, los malienses que íbamos ocultos en el
maletero de un bus nos entretuvimos contándonos todo lo que sabíamos de España.
Hablamos de los puentes sevillanos, jugamos a imitar el seseo, planificamos
estrategias de venta en las ferias y a las afueras de los museos, también
mencionamos los roscones del día de los Reyes Magos, pero nada nos interesaba
más que la posibilidad de recibir comida gratuita al comprar una caña por un
euro. Hablábamos bajito, aunque el chofer garantizó que llegaríamos sin
problemas hasta Marruecos. De ahí un salto mojado a la isla de Melilla y luego
tocaba ingeniárselas para llegar a la península. Eso o dejar que los
guerrilleros nos cortaran las manos por negarnos a pelear contra los franceses.
Pagué 500 euros para viajar escondido en el carro de comida de un avión que
aterrizó en Madrid. Era un negro más, un negro menos. Otro ingenuo repitiendo
el papel gastado de ser extranjero. Solo quedaban 200 euros en mi bolsillo. El
asistente de vuelo con quien hice el negocio esperó a que se vaciara el avión
para sacarme y me dijo que corriera tan rápido como pudiera. “Bueno, de eso tú
sabes”. Pero no sabía, en Bamako nunca había corrido más allá
de los juegos con un balón. No todos los negros somos atletas. Intenté contarle
que en Bamako hay bibliotecas, que llegué hasta la escuela técnica, que me
sabía de memoria las películas del Quentin Tarantino porque las bajábamos en un
ordenador. No, eso no le importaba. Mucho menos con mi español salpicado de
francés. “Venga, corre hacia la verja antes de que te alumbre el perseguidor”.
Corrí.
Dormí en las calles de
Barajas por tres días hasta que localicé a Ebele, un nigeriano amigo de un
amigo que ahora vivía en Madrid. Me recibió en Atocha y de inmediato me hizo
socio de sus ventas de postales y llaveros frente al Museo del Prado. Ebele se
quedaba con la mitad de mis ganancias, pero me dejaba dormir en la habitación
que alquiló a unos dominicanos en el barrio de El Matadero. Conforme pasaron
los meses, yo era un experto en recoger la mercancía y correr cuando aparecían
los municipales a pescar inmigrantes. Ebele se jactaba de haber sido el
ingeniero del sistema de recogido de emergencia, que consistía en amarrar
sendos hilos en las esquinas de la sábana donde se colocaba la mercancía.
Cuando crujía la furia de las botas de los municipales halábamos los hilos como
una marioneta y corríamos hasta el metro más cercano. El miedo se alojaba en
las pupilas. Contrario a los caribeños escondidos en El Matadero, nosotros no
queríamos volver. Ni tan siquiera teníamos nostalgia. Aún me dolía la espalda
de pasar tanto tiempo encorvado en el carrito del avión como para dejar que
amarraran mis muñecas.
Poco a poco me cansé de Madrid. Me resistía a creer que la vida era la
simple complacencia tras haber escapado de los municipales, que el único
consuelo era el susurro bachatero de una vecina que hacía el favor de compartir
sus nalgas solitarias mientras me decía que ella era un tercio africana. “No se
le puede pedir mucho a una libertad comprada”, decía Ebele intoxicado de Brugal
cuando me descubría trazando otros destinos en mi viejo mapa.
Son 88.8
kilómetros de Madrid a Toledo. Sabía que si
tomaba el primer bus en la mañana el dependiente no se inmutaría en negarme el
boleto. La noche antes me quedé a dormir en la estación. Llevaba el mapa, un
abrigo sin botones que me regaló Ebele y los 379 euros que ahorré durante seis
meses. Amanecía el día de los Reyes Magos en el interior de las murallas
toledianas. Me bajé en las puertas de la ciudad y subí la empinada carretera
hasta la Plaza de Zocodover. Pequeñas tiendas marroquíes anunciaban venta de
carteras y hebillas en cuero. En el cielo los edificios delataban la mano
morisca que los invadió en siglos pasados. Que ta volonté soit
faite, Allah. Mientras caminaba mis codos rozaban las cabezas de niños
que brincaban hacia la plaza con sus trajes de fiesta. Guirnaldas de luces
blancas contrariaban las nubes grises. No pude avanzar más hacia la plaza. El
camino se había llenado de gente con las manos extendidas en forma de copa. El
murmullo bailaba con el olor a chocolate que se escapaba de las churrerías. De
tanto látigo se doma a la fiera, que me pasmaban las sonrisas que me regalaban,
la cortesía de los pequeñines, el saludo de un cura desde el otro extremo de la
calle. “¡Te estamos esperando en la
iglesia!”, gritaba el cura.
–Es mejor que te vayas a terminar de preparar antes de que te caigan arriba
–me dijo una mujer vestida con un sombrero de plumas negras–. Mis peques no han
dormido nada esperando a que amaneciera.
–Yo tampoco he dormido –contesté sin entender.
Entonces el cura logró cruzar
entre la marea de gente enrollada en bufandas y nítidos abrigos. Sin decirme
nada me haló por el brazo fuera de la multitud. A toda prisa nos perdíamos en
el laberinto de calles. “Que los niños no te vean”, alcanzaba a escuchar que
decía el cura asfixiado entre el frío y el trote. Llegamos hasta lo que sin
duda era la Catedral, donde un colectivo de inmóviles ojos miserables me
miraban desde el altar alzado en un amarillo decadente. Qué diferencia hay
entre los ojos de los generales caníbales en la Sierra y las estatuas
católicas, ambos cruelmente manipulados para hacer creer a los mortales. Allah, Allah, Allah. El terror se
apoderaba de mí mientras el cura me tiraba hacia el altar. Cerré los párpados. “Ahí
está la capa y la corona. Por suerte aún hay tiempo, tómate un chocolate si
quieres”, dijo el cura. Abrí los ojos. Estaba frente a dos reyes blancos que se
apresuraron a coronarme y amarrarme al cuello la capa verde con flecos dorados
en los bordes. Salimos de nuevo por el altar hacia la entrada de la Catedral,
donde nos aguardaba el cura con tres caballos que nos cabalgaron por el mismo
laberinto de calles que antes recorriera. Mientras lanzaba caramelos a los
niños pensaba qué me pasaría cuando descubrieran que ese año el rey mago negro
era verdaderamente negro. ¿Se comerían los caramelos con la misma confianza si
supieran que Baltasar se llamaba Lekan? Por cada caramelo que tiré me guardé
dos en los bolsillos y no pensé más.
Son los mismos caramelos que ahora reparto entre los que esperamos a que un
guardia despistado nos deje cruzar de Mauritania a Marruecos. Aquella tarde en
Toledo, al volver al salón de la Catedral, Melchor y Gaspar descubrieron que el
agua con jabón no me devolvía el rostro que imaginaban blanco. Cambiaron las
capas por sus uniformes municipales y me llevaron a recorrer por última vez las
calles amuralladas en el asiento trasero de una patrulla con las manos
amarradas. En la radio sonaba Buika cantando volver, volver, volver, y yo, yo
era un rey.
Anuchka
Ramos Ruiz (Ponce, Puerto Rico 1989) es autora de la novela No me
quieras (2014), del libro de misceláneas Autopsia (Ediciones
Aguadulce, 2015) y de la selección de cuentos Claustrofobia (EDP
University, 2016). Graduada de la Universidad del Sagrado Corazón y de la
Universidad de Santiago de Compostela, completó en 2015 su tesis doctoral sobre
los últimos cuentos de Julio Cortázar. En este año también representó a Puerto
Rico en el certamen de Nuevas Voces del Pen Club Internacional con el cuento
“Azulejos” y recibió una beca de la Escuela de Lexicografía Hispánica en Madrid
y la Universidad de León. Reside entre Ponce y San Juan con su gato
Turrón.
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