viernes, febrero 01, 2008

S.O.S. el juego iglesia vs. estado se nos mete en la cama



Agendas del miedo

por Ana Lydia Vega

Escritora


Hace diez años, este periódico publicó una columna titulada “Matrimonio gay: un derecho humano”. Con ella, sumé mi voz a las que en aquel momento denunciaban las intenciones discriminatorias del controvertible proyecto 1013 de la Cámara de Representantes.
Por desgracia, el fanatismo moralista y el acomodo electorero convirtieron el proyecto en ley. Y, en 1999, quedó modificado el artículo 68 del Código Civil para negar validez a los matrimonios contraídos en otras partes del mundo por personas del mismo sexo o transexuales.

Una década después, se repite la maroma en una especie de “overkill” legislativo bautizado “Resolución concurrente 99 del Senado”. Y con peores propósitos que entonces. Ahora la idea es excluir de la legalidad -nada menos que con una enmienda a la Constitución- cualquier otro tipo de unión, nacional o extranjera, que no sea el matrimonio archiconsagrado por el mentado artículo 68.


El lenguaje de la enmienda propuesta es autoritario y machacón. Sólo será autorizado el casamiento de un hombre y una mujer “en conformidad con su sexo original de nacimiento”. Ninguna otra alianza de convivencia en pareja -“independientemente de su nombre, denominación, lugar de procedencia, jurisdicción o similitud con el matrimonio”- será reconocida.
Así se pretende matar dos pájaros de un tiro: las parejas gays casadas en otros países y las heterosexuales que no deseen formalizar su relación por la vía institucional. De paso, se ataja preventivamente la incorporación de posibles propuestas alternas. Al elevarse a rango constitucional semejante cortapisa a nuestras libertades, la enmienda de marras burlaría la separación entre iglesia y estado para imponer su camisa de fuerza a la sociedad.


En su contundente ponencia ante la comisión cameral que evalúa la Resolución 99, el profesor Carlos Gorrín Peralta enumeró algunas de las nefastas consecuencias legales que se desprenderían de su aprobación. En lugar de ampliarse o añadirse derechos, afirmó el abogado y catedrático, se limitarían los ya adquiridos. La movida representa, por lo tanto, un verdadero “fraude constitucional”.


¡Y todavía se atreven a pedirnos que refrendemos con el voto esa trampa leguleya! Para disimular lo represivo de la intentona, la postura mojigata se escuda en la alegada protección de la familia tradicional, ignorando así las dramáticas transformaciones sociales que han redefinido ese concepto añejo.


Desde finales del siglo pasado, numerosos son los gobiernos que han ratificado la legitimidad del matrimonio gay y de las parejas de hecho. El apartheid padecido durante siglos por los practicantes de sexualidades estigmatizadas parece estar llegando a su fin.
Países como Holanda, Bélgica, España, Canadá, Sudáfrica, México, Colombia, Argentina, Dinamarca, Francia, Alemania, Portugal, Suecia y Suiza, entre otros, han legalizado el matrimonio gay o algún tipo de pacto civil atemperado a los imperativos democráticos. Jurisdicciones de los Estados Unidos como Massachusetts, Vermont, New Jersey, Connecticut y New Hampshire también han hecho suyo el reclamo de inclusión.


¿Por qué entonces esa absurda voluntad de torcer el curso de la historia? Además de encarnar los extremos más ridículos del anacronismo cultural, proyectos como el 1013 de la Cámara y resoluciones como la 99 del Senado son gestos de una intensa violencia simbólica.
Resulta irónico que miembros de grupos religiosos, antaño censurados por las autoridades, impulsen hoy una nueva y solapada forma de persecución. ¿Qué dirán estos señores de Biblia en mano si un día a alguien le da con radicar una medida para prohibirles el derecho a practicar el culto de su preferencia?


La irracionalidad del miedo libra su inútil batalla contra el cambio. Y, en resumidas cuentas, ¿a qué se le teme? ¿Al fin de la reproducción humana? ¿Al castigo de un dios rabioso y vengativo? ¿Al despelote general?
Expertos en salud mental han señalado los efectos dañinos de interdictos tan categóricos. Con la complicidad de un electorado bienpensante, la convalidación de los tabúes podría desembocar en un incremento brutal de la intolerancia.
La falsa ética del consenso forzado propiciaría y justificaría la vejación, el escarnio y hasta el crimen.
Hay algo que ni los cabilderos del atraso histórico ni los abanderados del oportunismo político alcanzan a comprender. Esos seres repudiados y demonizados, sentenciados durante tanto tiempo a las sombras de la simulación, hoy exigen su ciudadanía completa, su existencia plena, su justo y digno lugar bajo el sol.
El veto ancestral tiene que ser revocado. La igualdad ante la ley es la versión humana de la igualdad ante Dios.



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