miércoles, diciembre 06, 2006

Desde la tierra de los niños 9: Angelo Negrón


Disfraces

Toda la noche he estado despierto. Primero porque el insomnio me ataca. Lo hace gracias a un padecimiento neurológico que, según dice el doctor, se me quita con estas pastillas. Yo no las quiero. Me hacen alucinar. Por eso las escondo debajo de la lengua y las boto por la ventana sin que mami se de cuenta. Segundo y más terrible porque estoy reclamando en silencio a mis padres por mentirme. Busco la manera de exigirles que no lo hagan. Especialmente a ellos que llevan tiempo diciéndome que mentir no es bueno, es pecado y me meterá en problemas.

Sin embargo, me engañan. Después de tirar la pastilla por la ventana asegurándome que caiga lejos en el pasto, la veo. Supe que se acercaba por sus pasos que, aunque sigilosos, no eran encubiertos por los otros ruidos de la noche que ya conozco muy bien. No la esperaba. Escondo el libro que me acompaña y cierro los ojos al mismo tiempo. Mi madre se asoma por la puerta y apaga la luz. Nos mira en la oscuridad. Esperando algún movimiento que nos delate. Mis ojos están acostumbrados a la oscuridad y a los sonidos nocturnos. Escucho sus pasos alejarse con prisa y extraño que no sea papi el que se presente. Él siempre lo hace; no importa la hora, se asoma a vernos dormir.

Me preocupa y quiero saber de que se trata. Mi error me lleva a descubrir a mis padres en la sala. Ellos no me ven. Ambos depositan cajas envueltas con papel de regalo en la falda blanca del árbol plástico de navidad. La sorpresa es mayúscula y el pensamiento de que la mentira existe en mi casa es colosal. Medito en la mentira de hacer pensar que me tomaba las pastillas y dormía. Comparado con esto; ningún diablito vendrá a castigarme ya. Tal alivio no se compara a la tristeza de que, contrario a lo que me han dicho ellos y todos; Papá Noel no existe.

Los espero despierto. Miro, por primera vez con tristeza, los juguetes envueltos en papel de colores raros. Consumo la galleta mordisqueada y el medio vaso de leche. Mis hermanos despiertan y la casa se llena de algarabía. Los turnos al baño esta vez son más cortos; se lavan la mitad de los dientes o aguantan las ganas de usar el inodoro. Todos empiezan a mirar las cajas envueltas y se preguntan entusiasmados que les habrá traído el mágico ser. Yo los observo parsimonioso, con estas únicas ganas de contarles lo que he visto para sacarlos de su error. Estoy a punto de hacerlo; decirles que la magia no existe. Me detiene el “buenos días” de mami y el “Dios los bendiga” de ambos. Mis padres llegan al pie del árbol y nos miran detenidamente a los cinco; buscan quien no se ha cepillado los dientes. Siempre saben, no sé como, de tan sólo mirar.

Hacemos una oración; eso siempre ha sido costumbre: en la mañana, antes de cada comida y en la noche. En especial el veinticinco de diciembre; llegada de nuestro niño Dios. En medio de la oración; justo cuando decimos “no nos dejes caer en tentación” me ataca otra pregunta. ¿Será mentira lo de Papá Dios también? Casi lloro, pero me aguanto.

Abrimos los regalos. G.I. Joe se yergue en mis manos, digno contrincante de Kent el de Barbie. Mi madre, inteligente más por madre que por vieja y conocedora de cada uno de nuestras formas de ser, se acerca a mí.

— Te noté distraído en la oración, ¿qué sucede?

Aunque el frío recorre toda mi espalda me armo de valor. Miro al suelo primero, luego a su cara. Allí sus ojos ya estudian mis ojeras y mi nerviosismo.

— Es que… ya sé quien es Santa Claus — le digo aún temeroso de sus reclamos y dispuesto a reprocharle por su mentira.

— ¡Ah siiii! — me dice arrastrando las i mientras yo asiento con la cabeza — entonces — prosigue — el año que viene no recibirás regalos.

— ¿Por qué? — le inquiero yo

— Veras — me dice — la magia de Santa se acaba justo en el momento en que descubres a sus ayudantes.

Miro a mis hermanos, yo tengo siete años y soy el tercero. Mi hermano mayor me lleva cinco años y tiene en sus manos un guante nuevo de “baseball”. Le hecho un vistazo a la estrella de Belén que prende y apaga adornando la punta del árbol. Escucho las carcajadas de todos mientras estrenan todos esos juguetes. En segundos recuerdo las veces que me han dicho que existen miles de niños que no reciben nada porque a Santa no le da tiempo, le falta el dinero o como me sucede ahora; descubrieron quien es papá Noel. Me tiemblan las piernas, logro sentir que me sudan las manos. Mientras, mi madre me come con la vista esperando respuesta. Vuelvo a observar a mis hermanos y los juguetes que carga cada uno y atino a balbucear decidido: Sé quien es Santa.

— ¿Aja? — comenta mi padre que esta detrás de mi.

— Sé quien es Santa Claus — vuelvo a explicar.

— ¿Quién es? — pregunta mi madre cruzándose de brazos.

— Es… es… — le digo sonriendo mientras agarro con fuerza al G.I. Joe — Es un señor barbudo, regordete y que se viste de rojo…

Angelo Negrón Falcón
Narrador puertorriqueño

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Confesiones
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Angelo Negrón Falcón (New Jersey: Junio 15 1969 a Enero 1970 - Puerto Rico: enero 1970 al presente). Definitivamente puertorriqueño. Cursa estudios conducentes a bachillerato en mercadeo de la Universidad de Puerto Rico. Sus cuentos han sido publicados en la revista y colectivo Taller Literario. Tiene varios libros inéditos; cada uno de 20 relatos a los que le ha dado por titulo: Montaña Recuerdo, Entre el edén y la escoria, Sueños mojados y Confesiones.

5 comentarios:

Miguel A. Ayala dijo...

Saludos:

El amor y el interés se fueron al campo un día, muy bueno el cuento, me encnató.
Que tengan buen día.
Miguel

Awilda I. Castro Suárez dijo...

Me gustó este cuento, sencillito.

Albacrepuscular dijo...

Muy demencial que a esa edad a un nene lo mediquen con somniferos...

Ana María Fuster Lavin dijo...

Angelo, gracias por tu relato, siempre cargado de una dosis de sensibilidad y dominio del lenguaje, sabes llevar al lector de la mano...
un abrazo

Angelo Negrón dijo...

Miguel y Frida: Muchas gracias. Un abrazo.

Luna: ¡Que demencial y que realidad abrumadora! Imagina a los niños que sufren de hiperactividad o imagina, como en este caso, a un niño que no pueda dormir en toda la noche debido a la epilepsia. Un medicamento puede ser la diferencia.


¡Ana María! Tus propuestas sirven de pie forzado y al regalar tu espacio nos permites expresarnos llevándonos en un viaje de magnitudes titánicas. ¡Gracias a ti!