viernes, diciembre 28, 2007

Marta Aponte y el arte de resucitar a los muertos





Sexto sueño o el arte de resucitar a los muertos

Escrito por Marta Ortiz / Especial para En Rojo



En este espacio de tinta y papel dispuesto por Marta Aponte Alsina para que suceda el despliegue de una novela bizarra e inclasificable, se reconstruye la historia de una vida de leyenda basada en brumosos datos reales: “En la isla perduran unos pocos recuerdos amables de su paso por la tierra.” Inevitablemente la pregunta se suspende del aire: ¿qué otra cosa puede ser sujeto de la narración que no refiera el pasado? Fragmento de tiempo que nos contiene y da forma, el pasado nos relaciona con la muerte, lo muerto y los muertos. ¿Qué otra cosa, digo, si al final de cada día, de cada hora, de cada minuto, lo vivido se desvanece y definitivamente queda enterrado en la memoria?


Pero aquí, al modo mexicano de burlar lo irremediable (como el modelado de calaveras y parcas de mazapán o las serenatas en el cementerio para celebrar el día de los muertos), sirviéndose del humor, claro que de un humor tenso, denso, muchas veces corrosivo y fundamentalmente crítico, la autora presta su voz a Violeta Cruz, una narradora nada convencional, más que nadie ligada a la muerte desde la singularidad de su oficio: la disección de cadáveres en la Facultad de Medicina. Y desde las primeras líneas el sujeto de su escritura se halla en proceso de disección y ella intentará revivirlo desde la letra: Nathan Leopold, ex asesino, ex presidiario, ex embalsamador de pájaros, primer eslabón de la cadena de muertos que dará “vida” a esta novela que se mueve dúctil entre el humor, la ternura, lo grotesco, lo tenebroso, lo policial, la denuncia, el cine, el vodevil, la estructura piramidal de la sociedad reflejada en la novela, el amor, las parejas imposibles; enumeración sin duda excesiva e incompleta, como todas. Y la dejo ahí, porque ya lo dijo Violeta: “en esta pirámide sobran las enumeraciones”, expresando así un criterio estético válido para ella y también para mí.


La novela se construye con datos inciertos, por momentos es el protagonista quien elige a la narradora de su historia y por momentos es ella quien elige a su protagonista para contar una historia. El comienzo desde la inusual mesa de disecciones impacta en la vida diaria del lector. Pero Violeta corta el efecto sorpresa hablándonos de la singular compatibilidad entre disección y placer, entre la composición de boleros, la colección de amantes, la costura y la disección como rutina; y queda claro entonces que el relato se organizará a partir de opuestos supuestamente conciliables.


La voz sostiene el suspenso: advierte que su muerto no es cualquier muerto sino alguien que en vida experimentó una vacuna contra la lepra por amor a una leprosa, robó una momia egipcia y bailó con Sammy Davis Junior, sucesos todos ellos ajenos a las convenciones. En dos ocasiones la voz se muda de la primera a la segunda, capaz, esta última, de decir aquello que la primera se niega a contar: “Eres terrible Violeta, dilo de una vez. Confiesa que se te impuso la necesidad de escribir una “novela” para traer la historia de uno de los seiscientos cadáveres que disecaste.”

Se intenta una construcción a partir de fechas ciertas y lugares, incluyendo el espacio donde se escribe: el cuarto egipcio en casa de la doctora Cruz quien se presta y apresta, advierte las lagunas en los datos de los que dispone y entonces apela a la imaginación, gran auxiliar del novelista: “La imaginación también aborrece el vacío. Si no es cierto que cada cual lleva dentro de sí la clave de la vida del otro, nada nos impide imaginarla”. Y adviene así el sesgo metaficcional de la novela: cierto rango explicativo de la ficción dentro de la ficción: para sucederse en el tiempo la novela exige reponer fechas, sucesos: “una novela se construye como una pirámide. Con pedazos de papel y líneas de tinta armé una pirámide donde se conserven esencias de un día escogido al azar (es un decir), el 9 de enero de 1965”. Y de esta manera artesanal la narradora como en un patchwork de papel une retazos, pone y repone los cuentos de cuando su muerto “experimentó la bondad del hombre enamorado y la exaltación del baile” dando lugar a la aventura insólita que cruzó las vidas de Nathan Leopold y de Sammy Davis Junior. Como escritora que conoce su oficio, ella pone en duda la “verosimilitud” de un diálogo entre el secuestrador condenado a muerte (Leopold) y el secuestrado veterano de la muerte (la momia egipcia). Subrayando la semejanza entre ella y Leopold, embalsamadores los dos, dispone que su personaje narre la historia de la momia Irenaki. La narradora oficial de la historia queda entonces encerrada en un paréntesis virtual mientras observa desde arriba a su personaje (¿desde lo alto de la pirámide?) que teclea La Ciudad Blanca en la Remington. Como ella, él utiliza datos conocidos y repone vacíos inventando un juego variopinto que en algún punto recuerda las historias de Paul Auster cuando encajan perfectamente una dentro de la otra: “sin dejar de mirar a su muerto, mi muerto devoró la tortilla...”


Violeta anuda las hebras de las vidas de Nathan Leopold y de Sammy Davis Junior, hebras azarosas entramadas por la imaginación y también por algún dato fidedigno como las palabras de Oriana Fallacci que alguna vez comparó la sonrisa del bailarín con una herida abierta. La presentación de este personaje participa del grotesco, tanto como grotesco era el mundo del que participó tras su infancia hambrienta en un país puritano y racista: “hasta en el teatro nos colgaban a los negros...” Se busca la elocuencia filosa del oxímoron para caracterizarlo: Sol Negro, Sol Melancólico.


Violeta Cruz repone el cuento de la infancia de S Davis tal como lo supone. Y lo hace en el capítulo Harlem Speaks poniéndolo en boca de este hombre que fue capaz de convertir la tristeza y el hambre en música, a la manera de las comedias musicales de Broadway, logrando momentos absolutamente escenográficos. Luego se excusa: “y bueno, un cuento parecido habrá contado, rematando con un golpe de efecto.” Repone, autorizada por la imaginación y por lo que no conoce. Pero no se permite presuponerlo todo: “...este cuento no es mío. Debo serle fiel, no entrometerme”. Cordial y solidaria con el lector, cada tanto Violeta tira una soga para que, asidos de ella no nos perdamos en los múltiples riachos que abre esta historia como un delta: “Repasemos. Hasta ahora son tres además del protagonista, los tres de esta pirámide...”


El punto de vista del personaje es en esta novela tan importante como el de la narradora y el de su autora encubierta por múltiples máscaras.


La denuncia, como en toda la literatura de Marta Aponte Alsina está especialmente presente en la exteriorización de las conductas racistas y de las investigaciones y experimentaciones: la píldora anticonceptiva en las mujeres pobres de Puerto Rico y la vacuna contra la malaria experimentada en los presos de Chicago por orden del Ejército y de la Universidad.


Ya en el desenlace, Violeta Cruz decide salirse de la historia. Los personajes, dotados a esta altura de vida propia, cuestionan la idoneidad y la confiabilidad de su narradora.


La última parte contiene a toda la novela así como el sexto sueño de la narradora contiene a los personajes que a su vez sostienen sus historias en su propio sexto sueño. Como la ciencia epigráfica interpreta las inscripciones antiguas, esta sexta parte explica lo que capítulo a capítulo se inscribió en el texto desde el sexto sueño, lugar indefinible sólo abordable a partir de las analogías, lugar hecho de las cosas despreciadas a las que se accede con una voz como la de Violeta, voz de río subterráneo capaz de revivir a los muertos y de transfundir los rasgos de unos en otros. Despertar la mentira (¿la imaginación?) como realidad análoga, el deseo constante de Violeta de salirse de sí, de vaciarse en el sueño cuando se convierte en un hueco hecho de huecos borrando sus propias señas para permitirse ser habitada por las historias de otros: “Aquí estamos, yo escribiendo y ellos en el sexto sueño de un lenguaje cuyas palabras no comprenderán nunca.”


Y la rúbrica, el “Post-mortem” final, como un post-facio: serie de aclaraciones emparentadas con los textos explicativos al final de una película, esos fotogramas con apostillas que nos cuentan los epílogos de cada personaje, o que indican en qué debemos creer y en qué no. Pero aquí se da otra vuelta de tuerca, la voz narrativa recae sorpresivamente en una tercera persona que desde siempre ha estado manejando los hilos de la historia, que completa la pirámide de narradores, que reduce a Violeta a la categoría de personaje narrador quien a su vez ha visto narrar La Ciudad Blanca a su personaje Nathan. Esta voz narrativa en tercera cuenta lo que Violeta no puede contar: la doctora Cruz no ha existido (en el llamado mundo real), tampoco Carmen; informa las fechas reales en las que debemos creer y las que no.


Mundos de papel que se engloban unos a otros. El escritor como ser libresco, puesto que en definitiva “es” lo que ha leído y ésa es la materia prima que luego transfunde a su escritura creando así un nuevo hijo de tinta y papel. Todo se juega a partir del lenguaje, de esa lengua que el Caribe acuña sobre la matriz del español, lengua menos racional que mágica: “un idioma forjado más por la blandura del clima que por el rigor de las leyes, mejor dotado para el entusiasmo que para la duda”. La edificación permite vistas panorámicas al mar de letras de la página de enfrente o abrir un cuarto donde embalsamar los recuerdos en tiras de letras, la milenaria ejecución en fin, de la narración constante, ésa que necesitamos cada día para respirar, ésa que nos permite recuperar lo evanescente, lo vulnerable, la vida, que día a día se nos cuela como granos de arena entre los dedos.


La autora es narradora. Se desempeña como crítica literaria del diario La Capital, Rosario, Argentina.

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