lunes, diciembre 12, 2005

Aires navideños


Aires navideños

a mi hijo Miguel

Ya se sienten los aires navideños: los shoppings llenos, el usual compra-compra, las decoraciones en los balcones, las marquesinas, el tecato tocando los palitos en el semáforo: alegre vengo de la montaña... Todos en la oficina parecen locos, cantan, ponen arbolitos en los escritorios, guirnaldas en las puertas, cancioncitas insoportables y hasta tratan de rebajar a última hora para que les sirva el vestido de la fiesta, para verse sexys, aunque luego engorden el doble antes de las octavitas, entre morcillas, coquito, pasteles, lechón, arroz con gandules, arroz con dulce y quién sabe cuántos tributos más al colesterol y la grasa.

En fin, otro año más para deprimirme. Jolgorios, bebelatas, los petardos, compartir con quienes no quiero ver el resto del año. ¿Qué tengo que celebrar? El año pasado inesperadamente me abandonó mi marido, la editorial me devolvió el manuscrito de mi novela, dizque no tienen presupuesto, me siento gorda, no soporto el tedio laboral; además, perdí par de proyectos creativos y mi cuenta bancaria está en declive, por lo que tenía mi mente más ocupada en cómo pagar el preescolar de mi pequeño y en no sé cuántas desgracias que me tiene acorralada en una miseria existencial, que en las charradas navideñas.

Llegando el 10 de diciembre, y después de los acostumbrados líos matutinos, salí con mi pequeño para llevarlo a su escuelita y luego seguir a mi rutina laboral, a mediodía acudiría al llamado consumista con mis compañeras de oficina para comprar los regalos familiares y gastar el bono el mismísimo día que lo recibimos.

—Mamá, Santa Clos me hizo así.—Dijo mi hijo desde su carseat, sonriente y haciendo un tierno gesto manual del saludo.

—¿Sí? ¿Cuándo?

—Con abuela, en Plaza Las Américas. Santa Clos tiene gafas como papá y una barba.—Siguió contándome muy animado.

Me sentí contenta hasta que llegamos a la escuela, disfruto mucho con mi pequeño acompañante, pero el momento de regocijo quedó interrumpido cuando la maestra me explicó que mi nene tenía que vestirse de árbol de Navidad. ¡De árbol de Navidad! Sólo tiene tres años y ya pretenden que se convierta en otro monigote de un shopper de megatienda o en un bobote cursi. Le sonreí con escepticismo y miré a mi pequeño con ternura. Mamá te busca temprano.

—¡Cuánto odio las navidades!—Dije al montarme en mi guagua y me dirigí por la parada 18 de Santurce hacia mi trabajo. Pensaba en el presupuesto para los consabidos obsequios y en todo el trabajo que tenía acumulado en mi escritorio, cuando algo inesperado me sacó del letargo. Sentí un escalofrío que me deslumbró de momento y no me di cuenta del cambio de semáforo.

Me saluda, ¿a mí? pero... Un hombre famélico, muy sucio, vestido de papá Noel, me saludaba con la mano, sonriendo con no más de tres o cuatro dientes. Murmullaba algo y chocaba contra el cristal de mi ventana un vaso de cartón de uno de los fast foods cercanos. No suelo darle dinero a los vagabundos de las luces, pero aquel quijotesco Noel me inspiró piedad, qué diantre, es Navidad. Busqué en mi cartera y saqué par de pesos.

—Tome señor y Feliz Navidad.—Le dije.

El paupérrimo “Papá Noel” no dijo nada, su mirada estaba perdida hacia mí y murmullaba los aires navideños no tienen oxígeno, nadie se da cuenta. Miré el reloj de mi celular y pensé que se me iba a hacer tarde para llegar al trabajo, ¡con lo puntual que soy!

—Oiga, tome el aguinaldo, que tengo algo de prisa. ¿Se siente bien?—Le dije, pero nada, seguía repitiendo aquellas palabras y comencé a sentirme nerviosa.

—Mire, estaciono mi carro allí al lado y llamo a la Policía para que lo ayude, que tengo mucha prisa, o si quiere le pido un taxi para que lo lleve al dispensario. Quiero ayudarlo.—Insistí, pero el hombre seguía sin contestarme, mi paciencia social muchas veces se quiebra más durante mis usuales crisis cíclicas de las que mis amigos conocen suficiente, y en esta época más, pero afortunadamente mis años de maestra y la maternidad han abonado a acumular puntos de paciencia. Respiré profundo y le volví a extender el dinero, siquiera lo miró.

—Señorita, es muy joven, no deje que la vida pase por usted sin vivirla. Los aires navideños pueden ser o no ser, queda de uno tan sólo sonreír más allá de las sombras y buscar la estrella propia que ilumine el camino.— Me susurró el sexagenario vagabundo y me mostró una mellada sonrisa, tomó los dos pesos y se fue tarareando son los aires navideños. Lo miré confundida a los ojos, de momento pude ver toda su humanidad acumulada en aquel disfraz de dolor, o quizás de esperanza.

—Señorita, ¿tiene algún problema.—Me dijo un policía asomado a mi ventana, y le contesté en la negativa y que seguiría mi ruta.

Las bocinas de los carros comenzaban a ensordecerme, cuando encendí de nuevo la guagua. Volví la vista atrás y aquel abandonado Santa Clos me hizo un gesto de saludo con la mano, pensé en mi pequeño hijo y en lo que me había contado ilusionado con el del centro comercial, suspiré, al volver la vista, el hombre ya no estaba por ningún lado.

Así continué la marcha hacia mi oficina, me sentía inquieta y pensaba en las palabras que me había dicho aquel vagabundo, sin darme cuenta ya estaba en el estacionamiento de mi trabajo; apagué mi vehículo y recordé el trabajo acumulado, a las compañeras, sus suplicios con las dietas para que les sirva la ropa del party, las compras navideñas a mediodía, sus canciones festivas… Me asomé a la puerta y las vi decorando la oficina y riéndose. Ya no me parecía una hipocresía, tienen derecho a vivir con intensidad cada momento en la vida, aunque los rituales navideños no sean para mí. Yo sé qué es lo que me llena de satisfacción además de escribir. Respiré profundo y regresé a mi guagua y me dirigí al preescolar de mi hijo, necesitaba pasar el día con él. Cuando llegué me hizo el saludo con la mano, así como su papá Noel, como mi vagabundo. Me bajé del carro y le dije a la maestra que me iba a llevar a mi pequeño.

–Miguel, nos vámonos a dar un paseo.—Le dije y me dio un abrazo. Así olvidé que mi año había sido un desastre, que mi cuenta bancaria convulsa, que me molestan los jolgorios que no entiendo o no comprendo. Necesito sonreír a mis sombras para ahuyentarlas y encontrar mi estrella.

—Feliz Navidad, mamá, te quiero mucho.


Ana María Fuster
Bocetos de una ciudad silente

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