domingo, julio 24, 2016

escritor invitado : Edgardo Sanabria Santaliz


"Con el pañuelo, al secarme las lágrimas, se me diluyeron los ojos y quedé sin visión y sin memoria de lo que me había hecho llorar." 
 Edgardo Sanabria Santaliz





Silencios de Papel tiene el honor de publicar una serie de microcuentos inéditos 
del destacado escritor puertorriqueño
 Edgardo Sanabria Santaliz.


 

Dar del cuerpo

Cada vez que te sientas en el trono, revisas antes para asegurarte de que no haya un sapo o un ratón o una cucaracha o una iguana, o peor que esos cuatro, una culebra que te sodomice antes de que puedas evitarlo, y entonces tengas que recurrir a demandar a la Autoridad de Acueductos y Alcantarillados, por no mantener a esos falos sin cuerpo fuera de las tuberías, menos mal que no eres sino un pobre diablo, imagínense -te dices a ti mismo- que le ocurriera a otra persona, como, por ejemplo, a alguna figura política o artística, o, lo que es más execrable, a alguien del ambiente religioso o a un menor; recuerdas que cuando eras pequeño te ñangotabas sobre el asiento de madera del inodoro porque temías que la serpiente del paraíso saliera a reclamar el fruto prohibido, pero desde hace sesenta años tomas asiento tranquilo, aunque siempre chequeas antes y sigues sin entender cómo hay tanta gente que lee en paz libros y revistas mientras dan del cuerpo sin pensar en la posibilidad de que al cuerpo suyo le den por donde no le da el sol.


Cuatro muertes

Del verdor aterciopelado de la jungla, dos figuras vestidas de negro y con máscaras de nailon se acercaron al asilo de ancianos. Por una ventana abierta al frescor nocturno chirriante de insectos, treparon e ingresaron a la estructura, que era un ranchón miserable más que otra cosa. Comenzaron a entrar en cada cubil y a amordazar a los viejos y a esposarlos a la cabecera de sus respectivos camastros. Ellos se dejaban hacer porque no tenían ni fuerzas para gritar. Con las cuatro monjas la cosa resultó más difícil, porque opusieron una resistencia suplicante y llena de lloros. Al terminar, procedieron a ejecutar, de un pistoletazo en la nuca, a uno por uno. Luego salieron y se los tragó la selva. A los dos días, la mayoría de los periódicos del mundo daban cuenta de lo ocurrido con titulares más o menos semejantes: Asesinan a cuatro Misioneras de la Caridad, mártires del terrorismo.


Historias

Se me había ocurrido un argumento. Pero al no sentarme de inmediato a escribirlo, se extravió. Busqué las palabras en la cabeza y por la casa. Se habían escondido expertamente, o quizás habían dejado de existir. Sin embargo, en mis adentros, algo me decía que estaban vivas todavía, así que seguí investigando. Cuando ya no pude más -de lo cansado que estaba- me acosté (había pasado la medianoche) y me dormí justo en el momento en que mi nuca tocó la almohada repleta de otras muchas historias (algún día, en uno de mis sueños, me enteraría) que nunca había logrado escribir porque eran para ser contadas en el más allá.




Pequeño gran mundo

En la red informática se publicó la noticia de que, en equis fecha, un objeto espacial pasaría bastante cercano a la Tierra. En la misma, la NASA hacía un llamado para que la población mundial no se inquietara, ya que se trataba de un cuerpo sideral pequeño que no causaría daño alguno. Todo esto acontecería el 20 de mayo del año presente, y estábamos ya a finales de abril. Lo peor que podría ocurrir era que el mar se encrespara un poco y que mordisqueara levemente las costas. Y, en efecto, con el paso de los días, los terrícolas comenzaron a percibir que, en las noches, lo que antes era un punto luminoso comparado con la luna, se iba acrecentando hasta adquirir el tamaño de una sexta parte de nuestro satélite. Y así, cada veinticuatro horas aumentaba más y más, hasta que adquirió las proporciones de una gigante luna llena. Entonces, el pánico invadió a los habitantes de la Tierra y muchos de ellos enloquecieron o se quitaron la vida. El mar ya inundaba las arenas de las playas hasta alcanzar los fundamentos de casas y edificios, cuyas paredes y muros comenzaban a agrietarse. Los pájaros chocaban contra los vidrios de las ventanas, desesperados por buscar refugio en las viviendas de los humanos. Y el cielo diurno se coloreó de un verde viciado que competía con la tenebrosidad ausente de estrellas en las noches. Hasta que por fin llegó el presagiado día, y entonces las vastas muchedumbres de ambos hemisferios contemplaron un pequeño mundo radiante que pasaba junto al suyo y desde el cual sus habitantes les miraban asombrados porque era evidente que nunca, en toda su historia, habían conseguido convivir en paz.





Lágrimas

Con el pañuelo, al secarme las lágrimas, se me diluyeron los ojos y quedé sin visión y sin memoria de lo que me había hecho llorar. Tuve que arrodillarme y tantear por todo el suelo de la habitación las dos especie de escupitajos hasta hallarlos y pegoteármelos a las cuencas, con lo cual recuperé la vista pero no pude dar con el dolor que me había gelatinado los ojos porque se había alojado en algún otro lugar que era o no mi cuerpo y que ahora emitía un desesperante grito que deshacía no sé qué cosa.




En 2016  la prestigiosa editorial Isla Negra Editores, dirigida por el poeta Carlos Roberto Gómez Beras publicó una edición antológica de los cuentos del narrador Edgardo Sanabria Santaliz, presentada en Libros AC por la escritora y catedrática Dinorah Cortés Velez






Brújula

Desperté en algún momento durante la madrugada sin poder recordar dónde me encontraba y qué había fuera de las cuatro paredes de aquella habitación. Me llené de espanto porque era la primera vez que me pasaba en mis años de vida y porque -ya lo dije- no lograba recordar mi entorno ni qué hacía yo allí. De inmediato me vino a la mente la imagen de una brújula averiada cuya aguja daba vueltas locamente en busca del norte magnético. Semidormido, observé las dos puertas y las dos ventanas (cerradas todas para que no escapara el aire acondicionado), pero -lo repito- se me escapaba lo que había detrás de ellas. Fue el cantar de los coquíes -que atravesaba la ventana a mi derecha- lo que me empezó a ubicar como si yo fuese una nave descendiendo sobre la superficie de un planeta. Fui recordando que en ese lado había un jardín y que, tras la ventana y la puerta izquierda, había una salita (y otro jardín más allá). La puerta frente a mi cama daba al baño. Y con todo ello me vino la realización de que me hallaba en el asilo. Me levanté bailoteando los pasos de borracho que los medicamentos nocturnos me producen, y, tras ir al baño, me acosté de nuevo y me arropé y me dormí. Fue por la mañana que la brújula se compuso del todo y comprendí hacía dónde navegaba mi cuerpo.



Oyente

Me puse los audífonos y, al rato de estar escuchando música, sentí gotas de humedad en los hombros, y cuando abrí los ojos descubrí que me sangraban los oídos. Creí que el volumen de los aparatos auditivos me había causado daño, o que las notas del Wiener Blut Walzer, de Johann Strauss II -que era lo que estaba escuchando en aquel momento- se habían transubstanciado en lo que circula por las arterias y venas, para demostrarme que la música es lo que le da vida al alma, pero el pensamiento me pareció cursi y lo deseché, y sin miedo me quité los audífonos y, para mi enorme sorpresa, descubrí que la música seguía resonando en mis oídos pero no en lo que sostenían mis manos, que no eran los audífonos sino la batuta ensangrentada que -lo entendí entonces- se me había incrustado de oreja a oreja, atravesándome no el cerebro, sino el corazón, porque -deduje en aquel instante- cuando la música se entrega al oyente (y viceversa), el cerebro trasmigra hasta el pecho y el corazón hasta la cabeza, desde donde continúa bombeando sangre, mientras que la mente discurre en latidos que se acompasan al ritmo y a la melodía de lo que resuena.


Hogar


Somos jóvenes. No estamos enfermos. Tenemos empleos u otras responsabilidades, y por eso vamos a toda prisa por la autopista. Y especialmente cuando pasamos frente al Hogar de Ancianos, un gigantesco edificio de tres pisos oculto en gran parte por un muro altísimo y recubierto de hiedra. No queremos mirarlo, mantenemos la vista en el horizonte, aunque su torre coronada por una cruz de cemento se nos quede pintada en el rabillo del ojo el tiempo suficiente como para pronunciar mentalmente las tres palabras colocadas en la fachada principal y que identifican el motivo de su existencia. Pero ya, en el próximo semáforo, las hemos olvidado -palabras, muros y torre- y seguimos camino de nuestros oficios o deberes. Mientras tanto, en aquel sitio, otras personas viajan por senderos que no queremos llegar a soñar, porque no nos cabe en la cabeza que alcanzaremos a ser como ellas, y lo negamos de plano y de todas las formas posibles, hasta que venga el tiempo ineluctable cuando otros serán los conductores, y nosotros, los residentes.
 
Espejo

Dos personas, frente a un espejo, se besan. Las miras y lo perciben y se separan, saliendo cada una por cada lado. Miras el espejo y te das cuenta, con absoluta certeza, de que eras una de las personas que estaban ahí. Fuera del espejo, buscas a tu derecha e izquierda para dar con la otra persona, pero no hay nadie. Miras nuevamente y, a la izquierda del espejo, asoma un brazo que tu imagen agarra y atrae hacia sí. No obstante, fuera del espejo, permaneces tan quieto y retraído como el tronco de un árbol. Miras una vez más y ahora están besándose de nuevo, pero no eres ni una ni la otra persona reflejada. Sales del campo visual del espejo y entonces sin querer te haces añicos al chocar con el tocador que hay junto al ropero de caoba que esconde tu más íntima identidad.


Copyright E.S.S.






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