jueves, julio 21, 2016

narradora invitada : Anuchka Ramos Ruiz

Mi madre me había advertido que no debía jugar a los disfraces
con chicos caprichosos. 
Anuchka Ramos Ruiz
 
 

 
azu[lejos]
         Las flores verdes en los azulejos del baño todo lo aguantaban. Desde que recuerdo, siempre habían estado allí. Con el paso del tiempo se acumulaban las grietas por temblores, costras de jabón blanco que competían con la enredadera de hongos nacientes en cada cortina plástica, manchas blancuzcas del agua que se colaba por los cuatro tristes tragaluces que rompían la oscuridad. El baño era el único espacio que mantenía el aspecto original, a diferencia de otros territorios que Cintia insistió en remodelar cuando heredamos la casa. Ella misma se encargó de escoger el mármol y el lavamanos con censor para el baño de la visita. Cuando llegó el momento de remodelar el baño de nuestra habitación, Cintia se negó. No insistí, supuse que estaba cansada de tener la casa llena de obreros. Pensé que era prudente que tomara un descanso de las tareas del hogar, aunque nunca entendí cuán complicado era decidir entre colores y texturas para una cortina, o con qué tipo de cuero deben tapizarse los muebles de la sala. Cintia solo debía encargarse de esas pequeñas cosas que hacen las mujeres, mientras yo multiplicaba los ceros en la cuenta de banco con la posición presidencial también heredada en la compañía de gas de mi padre. El baño era como exponer al Greco en una galería de arte callejero. Rompía con la estética de la casa. Además, desde pequeño me fue prohibido entrar a él, ni tan siquiera podía pisar la habitación de mis padres en caso de pesadillas. Mi padre no permitía que ningún extraño fuera más allá de la sala de visitas. Yo también era un extraño con acceso limitado a los territorios adultos. Cuando ellos no estaban yo husmeaba por su habitación, me asomaba al baño, pero nunca permanecía más de cinco minutos; mi padre siempre estaba en todas partes. Cuando nos mudamos me costó tomar la habitación matrimonial como la nuestra. Ni hablar del baño. Me resultaba imposible tan siquiera orinar en él sin recordar que allí mismo mis padres habían hecho todas sus necesidades fisiológicas.
         Cagar, vomitar, mear, menstruar, masturbarse. Arturo ya no decía palabras así.  Cuando recibió la noticia de la muerte de sus padres en un viaje por auto rumbo a Santander, dejó de existir. Primero fue la típica zozobra por el duelo que duró hasta que recibió los cadáveres en el aeropuerto. Le siguió una malvada risa infantil cuando supo que heredaba la casa y también la compañía. Desde que nos mudamos, Arturo fue un camaleón de conductas erráticas que nunca antes había visto, pero no me molestaba; siempre me gustó jugar a los personajes, aunque era difícil seguirle los cambios a Arturo.  Cuando novios, era el típico chico rebelde, yo la clichosa chica liberal de clase media con deslumbrantes dotes para persuadir a un riquito falto de afecto. Los dos lo sabíamos desde el principio, y nos divertía asumir nuestros roles hollywoodenses. No era mi primer juego, ya había sido muchos otros personajes que Arturo desconocía. A diferencia de mi madre, desarrollé el gran talento de convertime en otras sin aspirar polvos blancos por la nariz. Al principio el juego con Arturo era muy sencillo. Nada nos preocupaba, ni tan siquiera llevábamos relojes en las muñecas. Andábamos siempre descalzos por el apartamento que alquilamos juntos en Río Piedras. Apostábamos a quién ensuciaría más la ropa al comer costillas, y él siempre ganaba. A Arturo le daba lo mismo no contestar el celular, no llegar a las fiestas de su padre. Nos divertíamos bebiendo las sobras de bordeaux que dejaban las amigas de su madre cuando las invitaba a degustar las últimas botellas que traía de Francia. Pensé que el juego cambiaría cuando nos casamos. Incluso llegué a comprarme un delantal y moldes para hornear en caso de que tuviera que disfrazarme de ama de casa y vender galletitas para ayudar a pagar la renta. El matrimonio no cambió el juego. A Arturo seguía sin importarle el dinero y, contrario a todo pronóstico, permanecía en su personaje de chico rebelde que no sucumbía a las amenazas de su padre. Los primeros años de casados fueron precarios, teníamos un solo auto y dormíamos en un colchón inflable a falta de dinero para comprar una cama de roble con almohadas de pluma como las que luego tuvimos. Nada de eso quedó cuando empezamos a vivir en la casa. Ahí cambió el juego, Arturo mandaba. Me costó entender qué seríamos entonces, si el matrimonio judío ortodoxo o los despilfarradores de herencia. Me dejé llevar por las instrucciones de Arturo, que empezó por prohibirme decir groserías. El carajo quedó sustituido por caracoles, el joder por jolines, el shit por chips. Arturo me pidió que no andara descalza ni trepara los pies sucios en los sofás. Se tornó obsesivo con los modos de comer. No se llevaba a la boca nada que hubiese tocado con sus dedos. Si comía patatas fritas, dejaba en el plato las puntas por donde las agarraba. Cuando jugué a ser mendiga aprendí que la comida no se botaba, así que esperaba a que él no mirara y me comía los restos de patatas. Él lo sabía. Por eso rehusaba besarme después de comer. Arturo estaba en todas partes, siempre revisando que cada objeto estuviera en su lugar, que los 17 relojes estuvieran en sincronía. Arturo no sabía que había una línea fina entre jugar a ser macho y a ser dios, ¿pero quién era yo para dañarle el juego?
            Poco a poco yo también fui dejando de existir, el personaje de chica liberal de clase media quedaba cojo si Arturo se quitaba el disfraz de chico rebelde. No me costó tanto entender que el juego consistía en comportarnos bien en la casa, porque aunque viviéramos en ella, éramos extraños. Los juegos moralistas nunca son divertidos, son como canciones religiosas en ritmo secular, como chocolates con azúcar artificial. Pero no tenía más opción que jugar a ser una extraña en la casa, que era lo mismo que jugar a ser su madre, que era lo mismo que jugar a ser una muerta, que terminó haciéndome fantasma.
         A Cintia no le importó que me llevara el cepillo de dientes al baño de la visita, tampoco que prefiriera dormir en el sofá de la biblioteca en vez de acompañarla en la habitación matrimonial. Cintia había tomado la insólita costumbre de quedarse largas horas encerrada en el baño. Yo no soportaba la idea de imaginarla bajo la misma ducha de mi madre, quizás lo inventaba, pero a veces la escuchaba cantar sevillanas como hacía mamá cuando llenaba la bañera de agua con aceite de oliva y se sumergía largas horas. Ya era demasiado. Cintia se volvió hermética como mamá, con una pasividad que me enfermaba. Supe que lo hacía a propósito. Era su modo de castigarme por aceptar regresar a la casa, hacerme sentir como mi padre era su pequeña venganza. Una noche Cintia salió desnuda con la piel brillante como un charco de aceite de auto en medio de la brea. Olía a aceite de oliva. Cintia quería ser mamá. Se detuvo en el marco de la puerta del baño para observarme fijamente. Cintia me observaba con la misma cara mísera de mamá. Podemos arrugarnos la piel juntos, dijo. Papá nunca consintió que mamá me bañara, y ahora ella se me proponía como lo hizo con otros hombres cuando papá no estaba en casa. No pude contenerme, salté de la cama y la abofeteé.
         Arturo me golpeó con el mismo sadismo con que su papá sacudía a su esposa cuando regresaba de jugar golf y no encontraba la cena servida. Ahora nosotros éramos ellos. Arturo llegaba igual de jorobado cargando el maletín, dormía con hedor a scotch, bajaba al desayuno con lagañas en los ojos y un rastro de saliva seca que se extendía desde la boca hasta la oreja derecha. Yo me cambié el nombre por uno más adecuado para mi nuevo personaje. Arturo gustó llamarme Cintia. Confesaré que había ocasiones en que las que el juego de ser un matrimonio tradicionalmente seco y violento me cansaba. Sabía que el juego sería permanente una vez remodeláramos la casa con costosos candelabros, mármoles, puertas con vitrales. El juego que había comenzado siendo una imitación de los padres de Arturo dejaría de existir. Una casa nueva era un tablero propio. Arturo ya parecía perdido en el tablero. Yo aún podía escaparme de ser Cintia, pero no por mucho tiempo más. ¿Adónde iría cuando me cansara de jugar si toda la casa era un museo diseñado a la medida de los nuevos nosotros? El baño de azulejos con flores verdes era el único espacio que quedaba sin invadir. Lo convertí en mi camerino. Quise invitar a Arturo para que se escapara del juego conmigo bajo la ducha, pero ya era imposible. Arturo se había perdido en su nuevo personaje. ¿O ese era el verdadero Arturo? Pasa que de tanto cambiarse las máscaras uno olvida cómo era la piel primera. Me quedé con el baño viejo y agrietado. Me rehusé a limpiar el hongo en la cortina, a tapar la filtración del techo que paría una catarata cada vez que llovía. Corría al baño a deshacerme, a quitarme el maquillaje que ocultaba los moretones, a inventarme otras vidas que ya no me eran permitidas en la nueva casa. Mi cuerpo se podría como si hubiese caído por un acantilado. El baño de los azulejos con flores verdes era el único territorio donde podía jugar sola, decir groserías, recordar que mi nombre no era Cintia.   
         Una tarde llegué y la cena no estaba lista. Subí colérico a la habitación. Cintia estaba en el baño. Arturo ni imaginaba lo que yo hacía en el interior, seguro que él hacía lo mismo. Antes de tocar la puerta, decidí sentarme y esperar pacientemente, ya no podía más con sus irresponsabilidades, el baño, la cena, su silencio. Me gustaba tocarme frente al espejo, y brincar como si estuviera encima de Arturo, mirar mis senos caer. Me sentaba como una vaquera en el inodoro y me dejaba caer de espaldas hasta tocar con la punta de la nariz los pétalos de las flores verdes. Cintia ni tan siquiera me servía como mujer, decía que le dolía el cuerpo. No entendía qué más quería. Cuando lograba convencerla era como estar con una muerta. Como ya no había manera de lograr excitar a Arturo porque parecía que tenía ochenta años en vez de treinta, me las ingeniaba bajo el chorro de la ducha. Llenaba la bañera de acondicionador de cabello, me acostaba y me dejaba resbalar. Habían pasado más de sesenta minutos aquella noche y Cintia seguía en el baño. No tenía duda de que estaba con otro, era la única explicación. Había metido un extraño a la casa. Toqué la puerta. Cintia, Cintia, llamé y llamé. Nada. Abría las piernas bajo la ducha que había adaptado en la intensidad precisa para que rozara allí donde ya nadie más tocaba. Jugaba a que la ducha era una araña gigante que me envenenaba las entrañas. Cintia, Cintia, abre. Seguía tocando, pero nada. Estaba con otro, con otro, con otro. Los golpes en la puerta y los gritos de Arturo interrumpieron mi juego con la araña. Sabía que debía volver a vestirme de Cintia, salir y servir la cena, pero no quería. El juego había sido demasiado largo. Mi madre me había advertido que no debía jugar a los disfraces con chicos caprichosos. A ella le pasó que jugando a la asistente y el mago mi padre la cortó por la mitad. Entonces cansado de esperar tumbé la puerta. Encontré a Cintia vistiendo el rostro de mi madre bajo el agua. Arturo me levantó por los brazos, llevaba puesto el mismo rostro desfigurado de su padre, le hacía juego con las canas que súbitamente le poblaron el cabello. Cerré los ojos a ver si jugando a ser jabón me escapaba por el desagüe. Aquí no, mi amor, aquí no somos ellos, alcanzó a decir Cintia antes de que las manos de mi padre enterraran sus sesos en las flores verdes de los azulejos y luego me lanzaran por las escaleras.

 
Volver, volver, volver
A papi
 
         Viajé 4,957 kilómetros para ser un rey. En Bamako, kilómetro cero de mi primera travesía, no conocí reyes que dejaran regalos los 6 de enero. Aun, no me sorprendió la fiesta de Reyes que me recibió la mañana en que intenté mudarme de Madrid a Toledo. De camino a Marruecos, kilómetro 3,832.3, los malienses que íbamos ocultos en el maletero de un bus nos entretuvimos contándonos todo lo que sabíamos de España. Hablamos de los puentes sevillanos, jugamos a imitar el seseo, planificamos estrategias de venta en las ferias y a las afueras de los museos, también mencionamos los roscones del día de los Reyes Magos, pero nada nos interesaba más que la posibilidad de recibir comida gratuita al comprar una caña por un euro. Hablábamos bajito, aunque el chofer garantizó que llegaríamos sin problemas hasta Marruecos. De ahí un salto mojado a la isla de Melilla y luego tocaba ingeniárselas para llegar a la península. Eso o dejar que los guerrilleros nos cortaran las manos por negarnos a pelear contra los franceses.
       Pagué 500 euros para viajar escondido en el carro de comida de un avión que aterrizó en Madrid. Era un negro más, un negro menos. Otro ingenuo repitiendo el papel gastado de ser extranjero. Solo quedaban 200 euros en mi bolsillo. El asistente de vuelo con quien hice el negocio esperó a que se vaciara el avión para sacarme y me dijo que corriera tan rápido como pudiera. “Bueno, de eso tú sabes. Pero no sabía, en Bamako nunca había corrido más allá de los juegos con un balón. No todos los negros somos atletas. Intenté contarle que en Bamako hay bibliotecas, que llegué hasta la escuela técnica, que me sabía de memoria las películas del Quentin Tarantino porque las bajábamos en un ordenador. No, eso no le importaba. Mucho menos con mi español salpicado de francés. “Venga, corre hacia la verja antes de que te alumbre el perseguidor”. Corrí.
         Dormí en las calles de Barajas por tres días hasta que localicé a Ebele, un nigeriano amigo de un amigo que ahora vivía en Madrid. Me recibió en Atocha y de inmediato me hizo socio de sus ventas de postales y llaveros frente al Museo del Prado. Ebele se quedaba con la mitad de mis ganancias, pero me dejaba dormir en la habitación que alquiló a unos dominicanos en el barrio de El Matadero. Conforme pasaron los meses, yo era un experto en recoger la mercancía y correr cuando aparecían los municipales a pescar inmigrantes. Ebele se jactaba de haber sido el ingeniero del sistema de recogido de emergencia, que consistía en amarrar sendos hilos en las esquinas de la sábana donde se colocaba la mercancía. Cuando crujía la furia de las botas de los municipales halábamos los hilos como una marioneta y corríamos hasta el metro más cercano. El miedo se alojaba en las pupilas. Contrario a los caribeños escondidos en El Matadero, nosotros no queríamos volver. Ni tan siquiera teníamos nostalgia. Aún me dolía la espalda de pasar tanto tiempo encorvado en el carrito del avión como para dejar que amarraran mis muñecas.
        Poco a poco me cansé de Madrid. Me resistía a creer que la vida era la simple complacencia tras haber escapado de los municipales, que el único consuelo era el susurro bachatero de una vecina que hacía el favor de compartir sus nalgas solitarias mientras me decía que ella era un tercio africana. “No se le puede pedir mucho a una libertad comprada”, decía Ebele intoxicado de Brugal cuando me descubría trazando otros destinos en mi viejo mapa.
         Son 88.8 kilómetros de Madrid a Toledo. Sabía que si tomaba el primer bus en la mañana el dependiente no se inmutaría en negarme el boleto. La noche antes me quedé a dormir en la estación. Llevaba el mapa, un abrigo sin botones que me regaló Ebele y los 379 euros que ahorré durante seis meses. Amanecía el día de los Reyes Magos en el interior de las murallas toledianas. Me bajé en las puertas de la ciudad y subí la empinada carretera hasta la Plaza de Zocodover. Pequeñas tiendas marroquíes anunciaban venta de carteras y hebillas en cuero. En el cielo los edificios delataban la mano morisca que los invadió en siglos pasados. Que ta volonté soit faite, Allah. Mientras caminaba mis codos rozaban las cabezas de niños que brincaban hacia la plaza con sus trajes de fiesta. Guirnaldas de luces blancas contrariaban las nubes grises. No pude avanzar más hacia la plaza. El camino se había llenado de gente con las manos extendidas en forma de copa. El murmullo bailaba con el olor a chocolate que se escapaba de las churrerías. De tanto látigo se doma a la fiera, que me pasmaban las sonrisas que me regalaban, la cortesía de los pequeñines, el saludo de un cura desde el otro extremo de la calle. “¡Te estamos esperando en la iglesia!”, gritaba el cura.
     –Es mejor que te vayas a terminar de preparar antes de que te caigan arriba –me dijo una mujer vestida con un sombrero de plumas negras–. Mis peques no han dormido nada esperando a que amaneciera.
     –Yo tampoco he dormido –contesté sin entender.
         Entonces el cura logró cruzar entre la marea de gente enrollada en bufandas y nítidos abrigos. Sin decirme nada me haló por el brazo fuera de la multitud. A toda prisa nos perdíamos en el laberinto de calles. “Que los niños no te vean”, alcanzaba a escuchar que decía el cura asfixiado entre el frío y el trote. Llegamos hasta lo que sin duda era la Catedral, donde un colectivo de inmóviles ojos miserables me miraban desde el altar alzado en un amarillo decadente. Qué diferencia hay entre los ojos de los generales caníbales en la Sierra y las estatuas católicas, ambos cruelmente manipulados para hacer creer a los mortales. Allah, Allah, Allah. El terror se apoderaba de mí mientras el cura me tiraba hacia el altar. Cerré los párpados. “Ahí está la capa y la corona. Por suerte aún hay tiempo, tómate un chocolate si quieres”, dijo el cura. Abrí los ojos. Estaba frente a dos reyes blancos que se apresuraron a coronarme y amarrarme al cuello la capa verde con flecos dorados en los bordes. Salimos de nuevo por el altar hacia la entrada de la Catedral, donde nos aguardaba el cura con tres caballos que nos cabalgaron por el mismo laberinto de calles que antes recorriera. Mientras lanzaba caramelos a los niños pensaba qué me pasaría cuando descubrieran que ese año el rey mago negro era verdaderamente negro. ¿Se comerían los caramelos con la misma confianza si supieran que Baltasar se llamaba Lekan? Por cada caramelo que tiré me guardé dos en los bolsillos y no pensé más. 
      Son los mismos caramelos que ahora reparto entre los que esperamos a que un guardia despistado nos deje cruzar de Mauritania a Marruecos. Aquella tarde en Toledo, al volver al salón de la Catedral, Melchor y Gaspar descubrieron que el agua con jabón no me devolvía el rostro que imaginaban blanco. Cambiaron las capas por sus uniformes municipales y me llevaron a recorrer por última vez las calles amuralladas en el asiento trasero de una patrulla con las manos amarradas. En la radio sonaba Buika cantando volver, volver, volver, y yo, yo era un rey. 
 

Anuchka Ramos Ruiz (Ponce, Puerto Rico 1989) es autora de la novela No me quieras (2014), del libro de misceláneas Autopsia (Ediciones Aguadulce, 2015) y de la selección de cuentos Claustrofobia (EDP University, 2016). Graduada de la Universidad del Sagrado Corazón y de la Universidad de Santiago de Compostela, completó en 2015 su tesis doctoral sobre los últimos cuentos de Julio Cortázar. En este año también representó a Puerto Rico en el certamen de Nuevas Voces del Pen Club Internacional con el cuento “Azulejos” y recibió una beca de la Escuela de Lexicografía Hispánica en Madrid y la Universidad de León. Reside entre Ponce y San Juan con su gato Turrón. 
 

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